Origen de la Literatura en Nicaragua
Tiene sus comienzos en la era prehispánica, en el Canto al Sol de los nicaraguas, escrito en idioma náhuatl, que se ha preservado oralmente:
Cuando se mete el sol, mi señor,
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Me duele, me duele el corazón.
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Murió, no vive el sol,
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el fuego del día.
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Te quiero, yo te quiero,
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fuego del día, no te vayas,
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no te vayas fuego.
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Se fue el sol.
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Mi corazón llora.
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También se conservan lamentos chorotegas, de la era colonial, que cantan sobre los extenuantes trabajos que debían realizar al servicio de los españoles conquistadores:
Aquéllos son los caminos
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por donde íbamos a servir a los cristianos;
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y aunque trabajábamos mucho,
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volvíamos al cabo de algún tiempo
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a nuestras casas
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y a nuestras mujeres
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e hijos;
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pero ahora vamos sin esperanza
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de nunca más volver,'
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ni de verlos, ni de tener más hijos.
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También de la época colonial es la obra el Güegüense (el Viejo, en náhuatl), o Macho Ratón.
De autor anónimo, se cree que fue escrita por un sacerdote, un esclavo e
incluso por un indígena, es una comedia bailada, la única obra teatral
de origen prehispánico que se conserva hasta la actualidad, que trata
sobre un drama dinástico Maya del siglo XV.
Cantada originalmente en náhuatl, fue evolucionando, incluyendo partes
en castellano, y expresa en las versiones posteriores el rechazo local a
la dominación hispana, de manera burlesca y creativa al gobierno de
época por los altos impuestos que cobraba al pueblo.
La obra es considerada un símbolo de identidad por el pueblo nicaragüense, llegando a ser declarada por la UNESCO Patrimonio Vivo, Oral e Intangible de la Humanidad. En la actualidad se representa en las calles, durante la tercera semana de Enero, durante la celebración de San Sebastián. En 1942 fue recopilado e impreso en un libro por primera vez, siendo sus canciones grabadas en 1950.
http://eudoraperaltag.blogspot.ca/2011/05/origen-de-la-literatura-en-nicaragua.html
Sergio Ramírez: »Enciclopedia de Literatura Nicaraguense«
Antecedentes
Raíces del mestizaje
La cultura contemporánea de Nicaragua es, como
toda la cultura latinoamericana de hoy, producto de un mestizaje en el
que participan diversos elementos; vale decir, de la fusión de
vertientes culturales que se arraigan en el mundo indígena náhuatl,
maya, chorotega, conforme las corrientes migratorias que bajaron del
norte desde México; y rama-chibcha, sumo y mísquito, conforme las que
bajaron del sur. En este sentido, por su posición geográfica, situada en
el ombligo mismo de América, Nicaragua ha sido desde la remotidad de
los tiempos una tierra de confluencias, tanto humanas como ecológicas.
Aquí confluyeron razas aborígenes, y también la flora y la fauna del
continente.
Nuestra mestizaje se nutre luego de aportes
europeos, especialmente el español peninsular al producirse la
conquista, cuyo aporte más trascendental es la lengua castellana. Pero
este mestizaje tiene, además, la particularidad de un doble signo: uno
predominantemente indígena y español hacia la costa del océano
Pacífico, y otro predominantemente indígena, negro y británico, hacia
la costa del Caribe, cuyo aporte más visible es el inglés como lengua.
Sin embargo, el elemento negro está presente en ambas culturas mestizas.
Las artes y las letras de Nicaragua, por lo
tanto, no son ajenas a la condición esencial de este mestizaje múltiple,
que se refleja en nuestra propia identidad cultural. La arquitectura,
la pintura, la escultura, los textiles, la cerámica, las costumbres y
usos culturales, el habla diaria, y la literatura oral y escrita,
revelan la confluencia de todos esos aportes, que se presentan
entreverados, y de su misma mezcla nace la hermosa riqueza de nuestra
cultura.
Poco queda y poco se sabe de la literatura
indígena. Los códices precolombinos, los primeros o más remotos libros
hechos sobre tiras de cuero de venado, “tan largas como diez o doce
pasos y tan anchas como una mano”, según el cronista, que eran una
suerte de plegables, fueron destruidos y quemados por Fray Francisco de
Bobadilla, en una plaza pública de lo que hoy se conoce como el antiguo
casco urbano de Managua, y su pictografía, que fue la primera forma de
escritura, ha quedado, por tanto, perdida también desde la segunda
década del 1500.
No obstante, suele afirmarse que el vestigio
literario más antiguo se debe a los nicaragua, tribu náhualt coetánea de
los chorotegas, y que consiste en un himno religioso al sol. Gracias a
hallazgos producidos en los siglos XIX y XX, se conocen algunos pocos
poemas de los indios subtiavas. Y en lo que respecta al Caribe, han
sobrevivido poemas sumos, canciones miskitas, un canto caribe y un texto
rama, lengua esta última, por desgracia, en franco proceso de
extinción. Hay también hermosos ejemplos de cuentos maygnas (o sumos) y
miskitos, conservados en la tradición oral y recogidos por
investigadores.
Los cronistas de Indias
Los cronistas españoles que acompañaron a los
conquistadores, o que protagonizaron ellos mismos hazañas de conquista,
nos dejaran las primeras noticias sobre el territorio nicaragüense, y un
testimonio de las impresiones que les produjo esta pequeña parte del
Orbe Novo, avistada por Cristóbal Colón en su cuarto y último viaje en
1502. Las crónicas españolas constituyen fuentes indiscutibles de
nuestra antropología, de la historia, y de nuestra literatura, sobre
todo porque su lenguaje descriptivo, hermoso en sus precisiones sobre el
mundo nuevo que el ojo de los cronistas va descubriendo, es fruto del
asombro ante la maravilla de lo desconocido.
La crónica de mayor antigüedad sobre Nicaragua la
hallamos en el libro Décadas del Nuevo Mundo, de Pedro Mártir de
Anglería, escrito en latín entre 1494 y 1526, en los albores de la
conquista, y donde se refiere a la expedición de Gil González Dávila; y,
entre otras cosas, a las plazas y la orfebrería, y el sacrificio de
víctimas humanas por los aborígenes.
No menos importante es también la Historia
General y Natural de las Indias, del capitán Gonzalo Fernández de Oviedo
y Valdés, “primer cronista del Nuevo Mundo”, aparecida en 1526, donde
encontramos un inventario sin precedentes sobre nuestra naturaleza,
pájaros, frutos, árboles; y noticias hoy preciosas sobre los pobladores
aborígenes, sus costumbres y sus formas de organización social. Entre
otros muchos, también hace referencia a nuestro país Fray Bartolomé de
las Casas, principalmente en su Brevísima relación de la destrucción de
las Indias, del año 1552.
Los bucaneros y corsarios
Documentos de gran valía son también los relatos y
crónicas de los corsos y piratas ingleses, franceses y holandeses que
tuvieron por teatro de sus correrías la costa del Caribe, y en ocasiones
lograron penetrar hasta Granada, el puerto más importante, en el Gran
Lago de Nicaragua; los poblados de Las Segovias, remontando los ríos; y
el puerto del Realejo y la ciudad de León, en el Pacífico.
La geografía de Nicaragua, abierta tanto al
océano Pacífico como al mar Caribe, y en este último teatro, a la lucha
entre la corona española y la corona inglesa por su dominio, crea una
dualidad de vivencias, de las que no podemos separar las aventuras de
estos corsarios, que dejaron testimonio de sus aventuras en libros
cargados de valor literario. Los más importantes de entre ellos son
Piratas de América de John Esquemeling, cirujano de la expedición de
Henry Morgan para la toma de Portobelo en 1668, publicado en Holanda en
1678, y que contiene valiosas referencias sobre Nicaragua; y Un nuevo
viaje alrededor del mundo de William Dampier, aparecido en Londres en
1697, y que habría de influenciar a Jonathan Swift, autor de Los viajes
de Gulliver (1726), y a Daniel Defoe, autor de Robinson Crusoe (1719);
en efecto, la historia del náufrago solitario, abandonado en una isla
desierta, está contenida en el capítulo VI de la obra, que habla “del
mískito (nicaragüense) que vivió solo durante más de tres años en la
isla de Juan Fernández, su habilidad y astucia”.
La literatura oral del mundo rural
A lo largo del período colonial, nuestra
literatura es fundamentalmente anónima y oral, fruto de la hacienda
ganadera que convoca a los peones alrededor de las fogatas. Es en ese
espacio de comunicación se difundirán y mutarán, bordoneados en las
guitarras, los romances llegados de España, que todavía sobreviven, y
allí mismo nacerá nuestra narrativa híbrida, que se transmitirá en
delante de generación en generación, y de boca en boca. De parecida
manera, los cuentos del Caribe que han llegado hasta nosotros, se
inventan en las pequeñas aldeas de pescadores indígenas juntos a los
ríos, con una carga muchas veces religiosa, de tributo a la naturaleza
deificada.
Esta tradición oral se vuelve, así, la mejor
expresión de nuestro mestizaje cultural, y de allí nacen las leyendas,
las consejas, los cuentos de camino (como el del Tío Coyote y el tío
Conejo), donde los animales pasan a encarnar la condición humana, con
todas sus trampas, astucias y debilidades; las que se refieren a
deidades de origen claramente indígena (la Cegua, mujer encantada que
atrae a la perdición a los hombres descarriados; el Cadejo, un perro
mítico de doble naturaleza: el Cadejo negro, que persigue a los
transgresores nocturnos; y el Cadejo blanco, que ampara en los caminos a
los bien portados). Surgen también en los ambientes de las ciudades
coloniales las historias de aparecidos incubadas en los ambientes
nocturnos, que se prestan para el temor, el que a su vez despierta la
imaginación (frailes sin cabeza, jinetes fantasmas, como en el caso de
Arrechavala, muy popular en la ciudad de León).
La poesía de la época colonial es también
anónima, y se expresa en dos vertientes: una popular, que tiene un claro
origen español y que se expresa en los romances, ya mencionados,
escritos para cantarse, y que cuentan historias de amor desgraciados;
la otra es culta, escrita por frailes y letrados, y su ánimo es más que
nada religioso, de alabanza a Dios y comunicación espiritual con la
divinidad, (cantos y loas a la Virgen María, novenas y trisagios).
Dentro de este género culto debemos situar también las piezas de teatro
destinadas a representarse en los portales de las iglesias y en las
plazas (logas al Niño Dios, pastorelas), también bajo inspiración
religiosa.
El Güegüense, síntesis del mestizaje
Pero nuestra literatura mestiza de la colonia
tiene su más acabada expresión en El Güegüense o Macho Ratón, comedia
bailete, de procedencia anónima, escrita a mediados del siglo XVII en
una mezcla de español y náhuatl. Recogida por el investigador alemán
Carl Hermann Berendt en Masaya en 1874, quien la copió de los papeles
conservados por el doctor Juan Eligio de la Rocha, fue difundida en 1883
por el estadounidense Daniel G. Brinton.
Esta “comedia maestra”, como la calificó José
Martí, se solía representar durante las fiestas patronales en las calles
de Nandaime, Masaya, Catarina, Niquinohomo, Masatepe y Diriamba, los
pueblos de la meseta, por actores populares enmascarados y vestidos con
los trajes de vistoso colorido que corresponden a los personajes de la
obra, una tradición ya perdida.
Mucho se ha escrito sobre El Güegüense,
relacionando a sus personajes con la esencia del ser nicaragüense,
principalmente el propio Güegüense, el anciano comerciante, matrero y
enredador, que se finge sordo frente a la autoridad encarnada por el
Gobernador Tastuanes, y trata de confundir también al Alguacil Mayor,
para burlarlo y no pagar los impuestos a la corona; un papel de burla y
enredo en que la ayudan sus don Forsico, su hijo, y don Ambrosio, su
hijastro.
El ingenio y la picardía, expresados en frases de
doble sentido, vienen a ser una forma de resistencia embozada frente al
poder y la burocracia. Como señala Jorge Eduardo Arellano, El Güegüense
“funde el teatro y la danza, la denuncia social y el elemento lírico,
el lenguaje formalista y el procaz, la resignación y el insulto, la
conciencia rebelde y el pacto cómplice; asimismo, logra a la perfección
al protagonista, producto del ser esencialmente mestizo”.
El Güegüense, es una obra plena de valores
literarios y lingüísticos. Pero desgraciadamente no fue capaz de generar
una tradición teatral en el país; y el teatro sigue siendo hasta hoy el
más débil y esporádico de nuestros géneros literarios.
Del período colonial son también los informes y
escritos burocráticos que se alejan de cualquier género creativo; salvo
la mención que debemos hacer de la crónica de la visita pastoral del
Obispo Pedro Agustín Morel de Santa Cruz, de mediados del siglo XVIII,
donde hace una extensiva relación de los poblados nicaragüenses, con
minuciosidad y gracia.Los viajeros
Los albores de la época republicana son
precarios. A diferencia de Guatemala, donde surgió una literatura ligada
a las ideas liberales que animaron la independencia de Centroamérica,
proclamada en 1821, y representada principalmente por el narrador José
de Irrisari y el poeta José Batres Montúfar, en Nicaragua la primera
mitad del siglo XIX es muy pobre en creaciones individuales. Fue un
período en que las luchas fratricidas consumieron al país, y no hubo
ningún sustento a la estabilidad, al grado que se le conoce como “la
época de la anarquía”.
En este punto vale la pena mencionar, sin
embargo, a los diplomáticos, arqueólogos y naturalistas extranjeros que
viajaron a Nicaragua en diferentes épocas del siglo XIX y escribieron
libros sobre sus experiencias, dejando uno testimonio muy vivo de
nuestra geografía, de los acontecimientos históricos que les tocó
testificar, y de nuestra cultura y costumbres.
Pero para hablar de los viajeros, debemos
remontarnos atrás, y mencionar como precursor el libro Nueva relación
que contiene los viajes de Tomás Gage en la Nueva España, aparecido en
Inglaterra en 1648. Su autor, el fraile irlandés Tomás Gage, un
aventurero en cuyo relato es imposible distinguir la fantasía de la
realidad, llama allí a Nicaragua “el paraíso de Mahoma”, asombrado ante
la exuberancia de la naturaleza.
Los más importantes de entre los viajeros del
siglo XIX son Orlando W. Roberts, con su Narración de los viajes y
excursiones en la costa oriental y el interior de Centroamérica,
publicado en Edimburgo en 1827; Ephraim George Squier, enviado
diplomático de los Estados Unidos quien escribió Nicaragua, sus gentes y
paisajes, publicado en Londres en 1852, y traducido admirablemente al
castellano nicaragüense por Luciano Cuadra; Julius Fröbel, autor de
Siete años de viaje por Centroamérica...publicado en Londres en 1859;
Pablo Levy, autor de Notas geográficas y económicas sobre la República
de Nicaragua, publicado en Francia en 1871; Thomas Belt, autor de El
naturalista en Nicaragua, aparecido en Londres en 1874; y Carl
Bovallius, quien escribió Viaje por Centroamérica (1881-1883), publicado
en Suecia.
LA POESIA
El fenómeno capital de Rubén Darío
Nicaragua es durante el siglo XIX un país de muy
escasa población, la mayor parte de ella analfabeta, y todavía en espera
de la modernización económica que las revoluciones liberales habían
venido prometiendo en el continente americano desde las luchas de
independencia. Y aún a pesar de nuestra marginalidad, y la muy escasa
tradición cultural, habrá de ocurrir aquí el suceso de mayor relevancia
en la historia literaria del continente, y que conmoverá luego los
cimientos de la poesía de habla española: el nacimiento del poeta Rubén
Darío en una pequeña aldea rural del departamento de Matagalpa en el año
de 1867.
Darío (bautizado como Félix Rubén García
Sarmiento), vivió su infancia y adolescencia en la ciudad de León, que
era entonces el centro cultural y académico más importante de Nicaragua,
sede episcopal y sede universitaria; allí sería conocido como “el poeta
niño”, por su asombrosa facilidad de escribir versos rimados, y su fama
alcanzaría pronto a toda Centroamérica.
Su primera salida fuera de las fronteras la hizo a
El Salvador, en busca de horizontes diferentes; pero en 1886 emprendió
su viaje decisivo a Chile, donde publicó Azul en 1888, un libro
compuesto de poesías y cuentos que marca el nacimiento del modernismo, y
que fue elogiado por Don Juan Valera desde Madrid, en sus Cartas
Americanas. En Santiago de Chile haría también sus primeras armas de
periodista, un oficio que ejerció con gran éxito toda su vida; desde
entonces, comienza a escribir para el diario La Nación de Buenos Aires,
fundado por Bartolomé Mitre.
En 1892 viajó por primera vez a España, como
parte de la delegación oficial de Nicaragua a las fiestas del cuarto
centenario del descubrimiento de América, y se relacionó con los
intelectuales consagrados de la época: el propio Valera, doña Emilia
Pardo Bazán, Castelar, Núñez de Arce, Campoamor; y el año siguiente
recibió el nombramiento de Cónsul de Colombia en Argentina, país al que
viajó por la vía de Nueva York, donde se encontró con José Martí, y
París, donde conoció a Verlaine.
La vida sentimental de Darío fue muy trágica.
Antes de su viaje a Argentina habría de ocurrir, en el trance de dar a
luz, la muerte de su joven esposa Rafaela Contreras, con quien se había
casado durante su segunda estancia en El Salvador; y el hijo nacido de
ese parto fatal, Rubén Darío Contreras, vivió siempre lejos de él. Al
enviudar, fue forzado a contraer matrimonio en Managua con Rosario
Murillo, un episodio del que siempre conservó dolorosos recuerdos.
En Buenos Aires habría de vivir hasta el año de
1898. Aquella fue una época clave para su obra literaria, reconocido ya
en los cenáculos literarios, y mientras su fama se hacía cada vez más
creciente en el extranjero. Ese año de 1898 parte para España,
comisionado por La Nación para escribir una serie de reportajes sobre
las consecuencias de la derrota española en la guerra contra Estados
Unidos por la posesión de Cuba; artículos que reunirá más tarde en su
libro España Contemporánea (1901).
Es durante este viaje que conocerá a los poetas
de “la generación del 98”: Juan Ramón Jiménez, Miguel de Unamuno, los
hermanos Manuel y Antonio Machado, Juan de Dios Peza, Azorín, a quienes
habrá de capitanear en el movimiento modernista. Este movimiento, que
rompe el anquilosamiento de la lengua castellana y le insufla un nuevo
aliento renovador, contó también seguidores del otro lado del Atlántico:
Amado Nervo, Gutiérrez Nájera, Leopoldo Lugones, Rafael Arévalo
Martínez, Barba Jacob, José Santos Chocano.
Es también entonces cuando conoció en Madrid a la
mujer que lo acompañaría ya toda su vida, la campesina Francisca
Sánchez, (“la princesa Paca”, como solía llamarla Juan Ramón Jiménez),
originaria de la aldea de Navalsauz, en la sierra de Gredos. El mismo le
enseñaría a leer y escribir, y al hijo de ambos, Rubén Darío Sánchez,
lo declaró su heredero universal.
En 1899, encontrándose aún en Madrid, el mismo
diario La Nación lo envió a cubrir la Exposición Universal de París, y
así habrá quedarse en Francia por una larga época, un período decisivo
también en su producción literaria; el gobierno de Nicaragua lo designó
entonces Cónsul en esa ciudad. En 1905, apareció en España su libro de
poemas más trascendental, Cantos de vida y Esperanza.
A finales del año de 1906 regresó de manera
triunfal a Nicaragua. Fue recibido como un héroe en León, Managua y
Masaya, entre grandes demostraciones populares que arrastraron al país
entero; y al volver a Europa en 1907, presentó cartas credenciales ante
el Rey Alfonso XIII como Embajador ante la Corte de Madrid, nombrado por
el régimen liberal del General José Santos Zelaya. Difícilmente pudo
ejercer este cargo, pues desde Managua le escatimaban los sueldos, y
terminó cerrando la embajada para volver, lleno de deudas, a París.
En 1907 se publicó en España otro de sus libros
claves, El canto errante, y el año siguiente El viaje a Nicaragua e
Intermezzo Tropical; en 1910, también en Madrid, apareció El poema del
otoño y otros poemas.
A finales de 1914 dejó para siempre Europa, rumbo
a Nueva York, cuando empezaban a soplar ya los vientos de las Primera
Guerra Mundial, recién publicado en Barcelona su Canto a la Argentina y
otros poemas. Después de una estancia de pocos meses en Nueva York,
donde se suponía iba a iniciar una gira continental para predicar a
favor de la paz, cansado y enfermo recaló primero en Guatemala, por
invitación del dictador Manuel Estrada Cabrera, y a finales de 1915
regresó a Nicaragua, el año en que aparecía, también en Barcelona su
autobiografía La vida de Rubén Darío escrita por él mismo.
Murió en León el 6 de febrero de 1916. Sus
funerales, que duraron una semana, resultaron apoteósicos, y fue
enterrado con honores de Príncipe de la Iglesia en la Catedral
Metropolitana, la misma en que había sido bautizado.
La historia de la literatura en lengua española
debe de contarse antes de Darío y después de él. Desde América, le tocó
descubrir, casi simultáneamente, el romanticismo, el parnasianismo y el
simbolismo. Supo de todas las escuelas, de todos los poetas, de pintores
y de músicos, de Grecia, de Roma, de Chibcha y Palenque, de la ciencia
moderna y antigua, y todo lo que creó, como lo advertía en su tiempo
Juan Valera, es "bronce corintio" y es "mármol de Jonia". Por la
magnitud de su creación y de su arte, por sus innovaciones en la métrica
y el estilo, Darío dio nombre a toda una época en la lírica del idioma,
el modernismo.
Ninguno de los poetas modernistas de América y
España, seguidores suyos, puede explicarse sin su influencia. Así como
tampoco hubieran sido posibles después Federico García Lorca y Rafael
Alberti, o César Vallejo y Pablo Neruda, Jorge Luis Borges y Octavio
Paz.
En Nicaragua, Rubén Darío no sólo tiene una
significación literaria, sino que encarna la identidad cultural de la
nación. El hecho de que un país pobre, desde la oscuridad del siglo XIX
haya sido capaz de dar un genio universal de su calibre, representa una
síntesis, y a la vez un impulso permanente que habrá de marcar a
Nicaragua como entidad nacional.
Por otra parte, Darío funda nuestra literatura, y
siendo él moderno, le abre las puertas de la modernidad a esa
literatura, que no se quedó estática en la escuela modernista que él
mismo fundó, y que ganó en su tiempo muchos adeptos de todo tamaño; por
el contrario, su impulso creador fue capaz de engendrar un proceso
dinámico que ha dado una generación tras otra de escritores, sobre todo
en la poesía, la vertiente más poderosa abierta por Darío en su propia
tierra natal, como se verá más adelante.
En este ámbito propiamente tal del modernismo,
Nicaragua contará con poetas menores en apariencia que, de haber tenido
una verdadera y oportuna difusión, habrían logrado una mayor proyección
en América y serían justamente valorados; tal es el caso de Román
Mayorga Rivas (1861-1925), anterior realmente a Darío, y quien vivió y
escribió en El Salvador; Santiago Argüello (1971-1940), a quien se vio
en su época como el sucesor más probable de Darío en Nicaragua, y hoy
prácticamente olvidado; Lino Argüello (1887-1937) un poeta bohemio, de
creaciones muy populares, romántico y neosimbolista, el poeta de las
novias muertas y los amores platónicos exacerbados; todos los anteriores
leoneses. Y el provinciano e intenso Ramón Sáenz Morales (1891-1927),
nacido en Managua, cuyos acuarelas de la vida rural conservan fresco su
encanto; o el epigramático Rafael Montiel (1887-1973), nacido en Masaya.
Los postmodernistas
Tres poetas nacidos en la ciudad de León
—conocidos como los tres grandes— apuntalan de manera vigorosa el
proceso cultural orgánico que surge con Rubén Darío: Azarías H. Pallais
(1885-1954); Alfonso Cortés (1893-1969) y Salomón de la Selva
(1893-1958).
Azarías H. Pallais —el padre Pallais— hizo sus
estudios de sacerdocio en Bélgica y en Italia, y solía firmar todos sus
poemas “en Brujas de Flandes”. Aparece en los funerales mismos de Rubén
Darío pronunciando un discurso magistral que rompía ya con los moldes
retóricos. Fue un sacerdote contestario que hizo verdadera profesión de
fe por los pobres; rebelde a las jerarquías, y a toda clase de poder,
llevó siempre con orgullo su sotana raída, ya fuera como Director del
Instituto Nacional de Occidente en León, o como cura párroco del puerto
de Corinto, siempre en comunión con la gente pequeña, prostitutas,
rateros, borrachines. Al firmar sus poemas “en Brujas de Flandes”,
agregaba: “y no pertenece, gracias a Dios, a la Sociedad de Escritores y
Artistas Americanos”, repitiendo el dictum de Rubén en su Letanía de
Nuestro Señor Don Quijote: “de las epidemias de horribles blasfemias de
las Academias, líbranos Señor”.
De este afán de libertad y rebeldía frente al
mundo surge también su poesía, que es contestaria de las formas
tradicionales, y busca cauces nuevos y experimentales, cantando a las
pequeñas cosas, como San Francisco de Asís, con acentos copiados de la
propia naturaleza. Sus libros de poesía fueron: A la sombra del agua
(1917); Espumas y estrellas (1918); Bello tono menor (1928); Caminos
(1931), y Piraterías (1951); y en prosa, El libro de las palabras
evangelizadas (1968).
Alfonso Cortés fue víctima de la locura desde la
edad de treinta años. Ernesto Cardenal, quien pasó parte de su infancia
en León, habría de recordarlo encadenado a la ventana de rejas de la
misma casa donde había vivido Darío. Pasó buena parte de su vida en la
reclusión de asilos mentales en San José, Costa Rica, y en Managua. Un
poeta de honda sustancia metafísica, creó un universo irrepetible, en el
que las preguntas sobre la existencia y la muerte, el tiempo y el
espacio, tienen una resonancia sideral, como en sus poemas La canción de
los astros, y Un detalle (bautizado por José Coronel Urtecho como
Ventana).
Como Rimbaud y Lautréamont, su poesía surge de
las entrañas del subconsciente, de donde brotan el sueño, el mito, la
clarividencia, la alucinación y la locura. Su producción poética fue muy
abundante, pero desigual, y sus mejores poemas corresponden a la época
de su juventud, cuando entraba ya en el territorio de la alienación
mental. Sus poemas más trascendentales fueron reunidos por Ernesto
Cardenal en el libro 3O poemas de Alfonso, publicado en Managua en 1952.
Salomón de la Selva marchó a los trece años a los
Estados Unidos, con una beca del gobierno del General Zelaya, y fue
alumno del prestigioso Williams College, y de la no menos prestigiosa
Universidad de Cornell, la misma a la que varias décadas después
llegaría Vladimir Nabokov como profesor visitante; allí, según su propio
decir, Salomón encontró el mejor de los tesoros para su formación en su
vetusta biblioteca. Se formó, por lo tanto, como un poeta de dos
culturas y de dos lenguas; figuró entre los colaboradores principales de
la legendaria revista Poetry de Chicago, y tuvo estrecha amistad con
los escritores norteamericanos contemporáneos suyos, entre ellos Edna
St.Vincent Millay, y Stephen Vincent Benet.
Pero también entonces alternó en los círculos
socialistas de Nueva York, enamorado de las luchas obreras, convencido
de que “al arte era preciso llevar la vida misma con toda su crueldad y
su rudeza”. Eran también los tiempos en que Nicaragua se encontraba
intervenida militarmente por los Estados Unidos, y su voz habría de
alzarse no pocas veces contra el ultraje a nuestra soberanía.
Escribió en inglés los poemas de su primer libro
Tropical Town and other poems, publicado en Nueva York en 1918, que es
un canto de nostalgia por su tierra natal; y en español el segundo, El
Soldado Desconocido, aparecido en México en 1922 con portada de Diego
Rivera; este libro, uno de los más bellos de la obra de Salomón, recoge
sus experiencias como soldado en Europa durante la I Guerra Mundial, en
la que habría de combatir “bajo la bandera del rey don Jorge V; enseña
que fue de la madre de mi padre”; ya que Salomón se sentía un mestizo de
tres sangres, como canta en ese libro: que un día/ se estremeció mi
barro de antigua bizarría/ hispana, inglesa e india, mis tres
sangres...
Salomón es el iniciador de la poesía vanguardista
en Mesoamérica y el Caribe. Desde los fundamentos de la herencia
modernista, volverá siempre a los temas paganos, fiel a las seducciones
del mundo grecorromano, a los cuales mezclará los temas indígenas
americanos; y para semejante empresa fundadora habría de ser clave su
formación literaria sajona.
Vivió años importantes de su carrera literaria en
México, y también en Europa, habiendo muerto en París. E igual que
Darío, y que Alfonso Cortés, está enterrado en la Catedral de León, un
panteón ilustre del que sólo falta el Padre Pallais, que reposa en
Corinto. Fuera de los libros de poemas ya mencionados, otros importantes
suyos son: Evocación de Horacio (1949); La ilustre familia (1954);
Canto a la independencia nacional de México (1955); Evocación de Píndaro
(1957); y Acolmixtli y Nezahuatlcóyotl (1958).
El movimiento de Vanguardia
Hacia 1931, con el llamado Movimiento de
Vanguardia, comienza a gestarse en la ciudad de Granada la renovación
literaria en Nicaragua, fenómeno que ocurre en los años de la segunda
intervención norteamericana, que fueron también los de la lucha por la
soberanía nacional emprendida por el General Augusto C. Sandino en las
montañas de Las Segovias (1927-1932). De esta manera, el eje de la
literatura nacional se desplazaría de León a Granada.
El capitán de este movimiento fue José Coronel
Urtecho (1906-1994), quien al regresar de los Estados Unidos, a la edad
de 21 años, trajo consigo todo el bagaje de la poesía moderna de los
Estados Unidos, una influencia y una marca que habría de permear desde
entonces no sólo a la generación de Vanguardia, sino también a toda los
poetas nicaragüenses de generaciones sucesivas; la Antología de la
poesía norteamericana (Madrid, 1949) que de manera conjunta tradujo con
Ernesto Cardenal, viene a ser prueba de ese aporte. Y al mismo tiempo,
al volver de Francia para esa misma época Luis Alberto Cabrales
(1901-1974), otro de los fundadores del movimiento, la poesía francesa
de vanguardia que él importó, completaría una doble influencia decisiva.
Además de los dos poetas antes mencionados, los
miembros más destacados del Grupo de Vanguardia, que solían reunirse en
la torre de la Iglesia de la Merced, son Pablo Antonio Cuadra (1912);
Joaquín Pasos (1914-1947); y además, Octavio Rocha (1910-1986); Alberto
Ordóñez Argüello (1913-1991); Luis Downing Urtecho (1913-1983), y el
caricaturista y grabador Joaquín Zavala Urtecho (1911-1971), más tarde
fundador de la Revista Conservadora, una institución en sí misma para la
cultura nacional. Junto con ellos aparece Manolo Cuadra (1907-1957).
Los jóvenes vanguardistas empiezan por romper
lanzas no sólo contra la herencia modernista de Darío, que para entonces
ha pasado a ser parte de una cultura nacional adocenada y mediocre,
sino también contra los valores y los estilos de vida de la burguesía
formada por finqueros y comerciantes, y contra su estulticia, su mal
gusto e ignorancia cultural, tal como puede verse en La Chinfonía
Burguesa, un juguete teatral escrito al alimón entre Coronel Urtecho y
Joaquín Pasos, que es una especie de manifiesto artístico del grupo de
Vanguardia.
De este modo, los vanguardistas comienzan por
ensañarse en su propia clase social y en sus mismos familiares, ya que
los más notables de entre ellos pertenecen a la aristocrática burguesía
granadina. Pero al mismo tiempo que a través de sus manifiestos y poemas
despliegan sus posiciones contestatarias antiburguesas, también
reclaman una cultura nacional, que sea tanto vernácula como universal;
un reclamo que termina buscando el regreso a la tradición patriarcal
incontaminada de gustos burgueses e influencias extranjeras impuestas,
como la que representa la intervención militar.
Este reclamo por lo propio, y por lo tradicional,
que busca el regreso a las raíces, se extiende al habla popular, la
artesanía, la música, la historia, la moda y los modos de vida, y aún la
política. De este nacionalismo exacerbado, que tiene además un
sedimento muy católico, los vanguardistas pasarían después a un
falangismo inspirado en Primo de Rivera, y a reclamar un líder perpetuo
que pueda traer estabilidad a largo plazo a Nicaragua. Este salvador,
celebrado por ellos, no sería otro que Anastasio Somoza García, el
fundador de la dinastía.
Más allá de sus posiciones políticas, que más
tarde o más temprano terminarían por abandonar, o por variar, los
escritores de la generación de Vanguardia se cuentan entre los más
brillantes de la historia cultural de Nicaragua, y su impulso de ruptura
fue decisivo para dar impulso a la modernidad literaria.
José Coronel Urtecho, poeta, narrador, ensayista,
historiador, y conversador ingenioso e inagotable, fue un escritor de
dedicación y vocación absoluta, y de magisterio permanente para
sucesivas generaciones de escritores nicaragüenses; siempre prefirió su
retiro del río San Juan, su verdadero habitat en la frontera entre
Nicaragua y Costa Rica, donde murió y está enterrado al lado de su
esposa, María Kautz, que es en mucho sentidos un personaje de nuestra
literatura.
Su poesía, que no desprecia los parámetros
clásicos, busca en otros momentos romperlos, y desde la perfección del
soneto va hacia los poemas descriptivos —hacia lo que el mismo bautizó
como “exteriorismo”— poemas que toman la forma de cartas, o crónicas, o
relatos, como el inolvidable Pequeña biografía de mi mujer.
Sus poemas fueron reunidos por primera vez en un
libro en 1970 bajo el título de Pol-la d´ananta katanta paranta (un
verso de Homero que en parte significa: y por muchas subidas y caídas,
vueltas y revueltas dan con las casas). Su otro libro de poesía es
Paneles del Infierno (1980), en celebración de la revolución
sandinista.
Luis Alberto Cabrales, uno de los vanguardistas
que no pertenecía a las encumbradas familias granadinas, pues nació en
Chinandega, ejerció como crítico literario, ensayista, pedagogo,
periodista, y duro polemista, permaneció atrincherado siempre en su
ideología de extrema derecha, (admirador de Charles Maurrás desde sus
años en Francia); una ideología que, como en el caso de Jorge Luis
Borges, no dejaba de servirle como un arma de provocación.
Su obra poética es muy breve, tal como el título
de su único libro lo proclama: Opera Parva publicado de manera tardía en
1961. Sus poemas, todos ellos muy bien cuidados, tiene un hondo acento
rural y provinciano, y en los temas amatorios reflejan una intensa
desolación. En uno, Canto a los sombríos ancestros, evoca su veta de
sangre negra: Tambor olvidado de la tribu/lejano bate de mi corazón
nocturno// Mi sangre huele a selva del África./Sombría noche
luciérnaga,/ sombría sangre tachonada de estrellas...
Pablo Antonio Cuadra se incorporó a los dieciocho
años al movimiento de Vanguardia, y fue uno de sus más entusiastas
animadores; y desde entonces, su papel ha sido clave en la difusión de
la literatura nicaragüense a través de diferentes revistas, desde la
aparición de los Cuadernos del Taller San Lucas en 1943, a El Pez y la
Serpiente, fundado también por él a finales de los cincuenta. Y sobre
todo, a través del magisterio ejercido por varias décadas desde La
Prensa Literaria, el suplemento cultural semanal del diario La Prensa.
Al mismo tiempo, fue dentro del grupo el
principal impulsor de la búsqueda de las raíces culturales, donde debía
hallarse el verdadero ser nicaragüense; un impulso que lo llevó a
rastrear las consejas y cuentos populares, los bailetes y
representaciones de teatro callejero, los corridos y canciones anónimas,
que a su vez iban a prestar ritmos y sonoridades a la nueva poesía que
se forjaba.
El gran sustrato de la poesía de Pablo Antonio es
lo telúrico, (el paisaje de los llanos, los montes y los árboles, la
hacienda ganadera, y los campesinos que habitan ese paisaje, desde la
aparición de Poemas Nicaragüenses, publicado en Chile en 1934, a la
evocación de lo indígena en El Jaguar y la Luna (1959), y que tendrá su
mejor culminación en sus poemas del Gran Lago de Nicaragua, contenidos
en Cantos de Cifar (1971); una poesía que sin abandonar su aliento
lírico, se torna narrativa y por tanto, doblemente reveladora. Otros
libros de poesía suyos, importantes de mencionar, son: Canciones de
Pájaro y señora (1929); Canto Temporal (1943); Doña Andreíta y otros
retratos (1971); Esos rostros que asoman en la multitud (1976); y Siete
árboles contra el atardecer (1980).
Alberto Ordóñez Argüello, nació en el poblado de
Buenos Aires, en Rivas, y vivió casi toda su vida en el exilio en
Guatemala y Costa Rica. Entre sus libros de poesía deben ser recordados
Tórrido sueño (1955); y Amor en tierra y mar (1964); así como es
memorable su pieza de teatro La novia de Tola. Octavio Rocha, por su
parte, no dejó ningún libro, y después de los años juveniles del
movimiento de Vanguardia se dedicó a actividades comerciales.
El poeta más representativo del grupo de
Vanguardia, y uno de los cimeros de la literatura nacional es Joaquín
Pasos. Un poeta precoz, que escribía poesía con facilidad desde niño, y
que llegó a resumir, según el criterio de Manolo Cuadra, las dos
tendencias fundamentales en que se debatía en el mundo la poesía de
vanguardia: la claridad y el hermetismo —las dos hemisferios que
constituían, a la vez., su propia naturaleza— un doble don que conservó
hasta su muy temprana muerte.
Su grandeza está en el poder que tiene de
convertir el lenguaje poético en un lenguaje común, o viceversa, dentro
de una transparencia que se vuelve mágica; o como escribe Ernesto
Cardenal, purificó en sus poemas el lenguaje de su pueblo/ en el que un
día se escribirán los tratados de comercio/ la Constitución, las cartas
de amor, y los decretos...Su poema Canto de guerra de las cosas, escrito
en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, es uno de los grandes
momentos de nuestra literatura.
Sus poesías sólo fueron recogidos muy
parcialmente después de su muerte en Breve Suma (1947), un cuaderno
publicado por la Editorial Nuevos Horizontes en Managua; pero la primer
antología importante de su obra, seleccionada por Ernesto Cardenal,
apareció en México en 1962 bajo el título Poemas de un joven. Los poemas
fueron agrupados de acuerdo al plan que Joaquín había diseñado para su
obra inédita: Poemas de un joven que no ha viajado nunca (que incluía
sus poemas sobre países que nunca visitó, pues prácticamente no salió de
Nicaragua); Poemas de un joven que no ha amado nunca (que incluía sus
poesías de amor); Poemas de un joven que no sabe inglés (que incluía sus
poemas en esa lengua, que aprendió sin maestro desde niño); y además,
Misterio indio, sus poemas de temática indígena.
Manolo Cuadra, quien nació en Malacatoya, un
poblado de las riberas del Gran Lago de Nicaragua, cercano a Granada,
fue uno de los más importantes fundadores del movimiento de Vanguardia,
experimentador de formas y de estilo, buscador incansable de nuevas
expresiones; pero su propia historia personal, y sus ideas, habrían de
apartarlo del común del grupo.
Se alistó como soldado raso en la Guardia
Nacional, recién creada por las fuerzas de ocupación norteamericanas, y
fue destacado a las montañas de Las Segovias en la guerra contra
Sandino, una experiencia de la que surgiría su libro de cuentos Contra
Sandino en la montaña (1942), del que se hablará más tarde. Debemos
adelantar, sin embargo, que este libro significó para él un principio de
conversión política, pues pasó a identificarse con el ideario de
Sandino, con la izquierda, y con las luchas obreras, “para vivir entre
los afligidos, tanto por temperamento como por aflicción”, como él mismo
señala, no sin humor. Esta nueva actitud lo haría entrar en choque con
sus antiguos compañeros de la Vanguardia, que lo acusaron de comisario
político del recién fundado PTN (el Partido Trabajador Nicaragüense, de
identidad comunista).
Su vida, y su literatura se entreveran de modo
que una es espejo de la otra. Además de soldado, fue telegrafista,
boxeador aficionado, peón bananero en las plantaciones de la United
Fruit en Costa Rica, propietario de una pulpería, periodista y
humorista; y como se ha dicho, militante de izquierda, opositor a la
dictadura de Somoza por lo que fue a dar a la cárcel, al confinamiento, y
al exilio. Sus poemas aparecieron reunidos poco antes de su muerte en
Tres Amores (1955); y sus ensayos literarios fueron publicados en 1994
bajo el título El gruñido de un bárbaro (edición de Julio Valle
Castillo).
La Postvanguardia: los tres Ernestos
En el espacio intermedio entre la Vanguardia y la
generación siguiente de Postvanguardia, es necesario colocar a Enrique
Fernández Morales, (1918-1982), nacido en Granada, un artista
polifacético, pues fue también pintor y dibujante, narrador y
dramaturgo. Sus libros de poemas, de una textura muy íntima, son
Retratos (1962) y Aunque es de noche (1977); y también a Francisco Pérez
Estrada (1919-1982), autor de Chinazte (1968), poemas de temática
indígena; y Juan Francisco Gutiérrez (1920-1995), nacido en Diriamba,
autor de Tú, mi residencia (1952) y La libertad y el amor (1962).
Luego vendrá la generación que ha dado en
llamarse la postvanguardia, o de los años cuarenta, que no tuvo ninguna
expresión orgánica, ni se dio a conocer por medio de manifiestos en
cuanto al papel de la literatura y el arte, como su antecesor el
movimiento de Vanguardia; pero sí llevó adelante el proceso de
renovación de la literatura nicaragüense, con un nuevo aliento y una
nueva visión estética en la obra de tres creadores de una misma
generación, los tres de una magnífica calidad: Ernesto Mejía Sánchez
(1923-1985); Carlos Ernesto Martínez Rivas (1924-1998); y Ernesto
Cardenal (1925). Los tres, por una coincidencia cabalística para nuestra
literatura, tuvieron por nombre Ernesto.
Esta, para empezar, es una generación más
cosmopolita que la anterior; formados igual que la gran mayoría de los
poetas de la Vanguardia en el Colegio Centroamérica de los Jesuitas, en
Granada, Martínez Rivas y Cardenal aprendieron allí fundamentos básicos
de la literatura clásica a través del magisterio del Padre Angel
Martínez SJ, poeta él mismo, y partieron luego en busca de horizontes
diferentes, a Europa, a México, a los Estados Unidos, como habría de
hacerlo Mejía Sánchez. Se trata de escritores ya modernos de
nacimiento, que se entrenan en el conocimiento de su oficio desde una
perspectiva renovada, y renovadora.
Ernesto Mejía Sánchez, nacido en Masaya, se
trasladó muy joven a México para seguir la carrera de Filosofía y Letras
en la Universidad Nacional Autónoma, donde también estudiaría Ernesto
Cardenal. Luego obtienen su doctorado en Filología Hispánica en la
Universidad Complutense de Madrid, y se incorpora como investigador al
Colegio de México bajo el magisterio de don Alfonso Reyes, cuyas obras
completas se encargó de preparar a la muerte de este último. Su primer
aporte a la literatura nacional sería la recopilación de Romances y
corridos nicaragüenses, que publica en México, fruto de sus trabajos
anteriores en el Taller San Lucas al lado de Pablo Antonio Cuadra .
Mejía Sánchez ya no regresó más a Nicaragua, y se
quedó en México dedicado a sus tareas académicas, que también lo
llevaron por Europa y los Estados Unidos, convirtiéndose en un afamado
crítico y conferencista. Es el investigador más serio y sistemático de
la obra de Rubén Darío con que ha contado Nicaragua.
Su vida en México fue al de un verdadero exiliado
político. Adversario decidido de la dictadura de la familia Somoza,
dirigió a finales de los años cincuenta la publicación de una antología
de poesía política nicaragüense, en la que los autores vivos aparecían
como anónimos. Al triunfo de la revolución sandinista, fue designado
embajador en Madrid, y luego en Buenos Aires. Murió en Mérida, Yucatán.
La abundancia de su obra crítica, y su vasto
conocimiento erudito de la literatura americana, ha hecho que su poesía
no tenga el primer plano que merece. Toda su vida pasó escribiendo las
partes de un mismo libro, Recolección al mediodía, publicado por
primera vez en 1972 en Nicaragua, luego en México en 1980, y finalmente
en Nicaragua otra vez en 1985. Es un solo corpus, al cual fue agregando
nuevos poemarios, porque su temática es como un fluir de aguas que
cambian de cauce o de velocidad, o de tonalidad en sus colores; pero son
las mismas aguas que dejarán, en su discurrir, uno de los poemas
maestros de la literatura nicaragüense: La carne contigua.
Este libro único y definitivo suyo, incluye
Ensalmos y Conjuros (1947); La carne contigua (1948); El retorno (1950);
La impureza (1951); Contemplaciones europeas (1957); Vela de la espada
(1951-1960); Poemas familiares (1955-1973); Disposición de viaje
(1956-1972); Poemas Temporales (1952-1973); Historia natural
(1968-1975); Estelas/Homenajes (1947-1979); y Poemas dialectales
(1977-1980). Mejía Sánchez creó un género nuevo, el del prosema, textos
breves de sustancia lírica, pero de ánimo narrativo, escritos en prosa.
Carlos Martínez Rivas nació en Guatemala y murió
en Managua. Igual que Rubén Darío y Joaquín Pasos, fue un poeta precoz,
un “poeta niño”, desde sus años escolares en el Colegio Centroamérica, y
desde entonces, también, un lector de memoria y energía inagotables. Ya
a los dieciocho años había escrito un poema adolescente que aún
deslumbra por su novedad y su frescura, El paraíso recobrado (1944), en
contrapunto al Paraíso Perdido de Milton, que cita como epígrafe.
A finales de los años cuarenta vivió en Madrid y
en París, años intensos y novedosos de la postguerra donde conoció a
Octavio Paz, a Julio Cortázar, al pintor peruano Fernando de Szyslo, y a
la escritora Blanca Varela, peruana también. Fueron años de bohemia,
pero también de devoto aprendizaje cultural, como lo demuestran sus
lúcidos y penetrantes trabajos críticos sobre pintura, fruto de sus
constantes visitas a los museos. A su regreso a Nicaragua, el suicidio
de su madre habría de producir una marca indeleble en su vida, y en su
obra.
Su libro capital, La Insurrección Solitaria,
apareció en México en 1953, una edición de reducido tiraje y
prácticamente clandestina, la mayoría de cuyos ejemplares se echaron a
perder al quedar guardados en una casa hacienda cercana a Managua,
cuando Carlos partió para Los Ángeles, California, donde habría de
residir por varios años, trabajando como oficinista de una agencia
aduanera. La insurrección solitaria tuvo luego otras ediciones en Costa
Rica, Nicaragua y México, pero nunca difusión masiva; y, sin embargo, es
el libro que más influencia ha tenido entre los poetas de cada nueva
generación de escritores en Nicaragua.
Al dejar Los Ángeles a comienzos de los años
sesenta, obtuvo un cargo diplomático en Madrid, y de allí se trasladó a
San José, Costa Rica, llamado por el Consejo Superior Universitario
Centroamericano (CSUCA), donde trabajó por varios años, hasta su regreso
a Nicaragua en 1977. Epítome de la imagen del poeta maldito —y él mismo
solía verse en el espejo de Baudelaire— la rebeldía de su poesía en
contra del espíritu burgués, que es la esencia de La insurrección
solitaria, lo llevó también a su vida, rebelde ante la sociedad y aún
consigo mismo.
Al mundo de las conveniencias, de la mediocridad,
de la rutina adocenada, de los matrimonios concertados, Ten cuidado de
los casados que se retiran temprano./ Témeles... opuso siempre su propio
mundo contaminado, el difuso/terco mundillo del amanecer/la pululante
línea de la imperfección y el anonimato... que es su divisa de
autenticidad, volcar el matrimonio/¡hacerlo saltar en astillas! De esta
pasión rebelde surge una voz muy imitada, pero irrepetible, un andamiaje
construido en base a las precisiones sin concesiones del lenguaje, que
resultan en imágenes incomparables en su belleza sugestiva.
Octavio Paz escribió sobre él: “A diferencia de
otros rebeldes, Martínez Rivas no quiere ser dios, ángel o demonio; si
pelea, es por alcanzar su cabal estatura de hombre entre los hombres. Su
rebelión es contra lo inhumano. La rebelión solitaria es legítima
defensa, pues ahí, enfrente, actual y abstracta como la policía, la
propaganda o el dinero, se alza La ola de la Tontería, la ola/
tumultuosa de los tontos, la ola/ atestada y vacía.../
En sus años de Los Ángeles escribió los poemas,
Infierno de Cielo y Dos murales U.S.A., que junto con cuadernos
posteriores, entre ellos Carmina Figurata y Calcoholmanías, y otros
muchos poemas dispersos en revistas y periódicos, o aún inéditos,
representan una continuidad de La insurrección solitaria. Precisamente,
con la colección Infierno de Cielo y antes y después, que incluye parte
de los poemas mencionados, ganó en Nicaragua en 1984 el Premio
Latinoamericano de Poesía Rubén Darío, publicada de manera póstuma en
1999.
Pero, igual que en el caso de Mejía Sánchez,
todos forman parte de un mismo y único libro, La insurrección solitaria,
como él siempre quiso; aunque nunca se atrevió a completarlo, aterrado
frente al espectro de la imperfección, que lo llevó a corregir sus
textos sin descanso, y mandarlos a publicar en facsímil, cuando accedía a
ello, para evitar los errores de imprenta. Consciente de su propio
genio y, al mismo tiempo, rebelde consigo mismo, vivió y padeció su
propia insurrección solitaria. Sometido a un lento pero sistemático
proceso de autodestrucción a través del alcoholismo, su producción
literaria fue cada vez más escasa, aunque nunca dejó de tener la calidad
sostenida que es marca de toda su obra.
Ernesto Cardenal, de familia granadina, y
emparentado con los capitanes del movimiento de Vanguardia, representa
mejor que ninguno otro de su generación el vínculo con los poetas de la
anterior, y sobre todo con el magisterio de José Coronel Urtecho.
Estudio la carrera de Filosofía y Letras en México, y luego siguió sus
estudios en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Su Antología de
la poesía nicaragüense, publicada en Madrid en 1947, pudo revelar lo que
hasta entonces era el fenómeno permanentemente creativo de nuestra
poesía desde Darío.
Participó de manera indirecta en la rebelión de
abril de 1954, en contra de la dictadura de Somoza, en la cual estaban
comprometidos varios de sus amigos de juventud, y de esa experiencia
resultó Hora Cero, uno de sus mejores poemas publicado en 1960 en
México, y que por su carácter descriptivo, prestando hechos a la
realidad para trasponerlos al territorio de la lírica, abre paso a la
corriente exteriorista. Esta corriente caracterizará en adelante la obra
de Cardenal, y se consolidará como uno de los dos ejes de influencia en
la poesía nicaragüense; el otro eje será la corriente intimista, o
interiorista de Martínez Rivas.
En 1957 Cardenal se decidió por la vocación del
sacerdocio e ingresó en el monasterio de Nuestra Señora de Getsemaní, en
Kentucky, Estados Unidos, donde desarrolló una estrecha e instructiva
amistad con Thomas Merton, su maestro de noviciado. Pasó de allí al
monasterio de padres Benedictinos en Cuernavaca, y terminó sus estudios
sacerdotales en La Ceja, Colombia, para ordenarse por fin en Managua.
A mediados de los años sesenta fundó su célebre
comunidad campesina en el archipiélago de Solentiname, en el Gran Lago
de Nicaragua. En 1977, los jóvenes de la comunidad se integraron a la
guerrilla del FSLN que atacó el cuartel de San Carlos, en la
desembocadura del Gran Lago en el río San Juan, ya cuando Cardenal
estaba comprometido con la causa revolucionaria. La comunidad fue
asolada por la Guardia Nacional, y él pasó a vivir en el exilio en Costa
Rica hasta el triunfo de la revolución, cuando fue designado Ministro
de Cultura.
La obra de Cardenal se caracteriza por su rica
diversidad, de modo que cada libro de poesía suyo significó, desde el
principio, no sólo un reto distinto, sino una temática distinta, tocando
temas vinculados a la sensibilidad de cada momento; pero en todas esas
etapas estará presente esa característica ya dicha del exteriorismo,
bautizado así por Coronel Urtecho, y que el propio Cardenal define así:
“El exteriorismo es la poesía creada con las imágenes del mundo
exterior, el mundo que vemos y palpamos, y que es, por lo general, el
mundo específico de la poesía. El exteriorismo es la poesía objetiva,
narrativa y anecdótica, hecha con los elementos de la vida real y con
cosas concretas, con nombres propios y detalles precisos, datos exactos y
cifras y hechos y dichos. En fin, es la poesía impura”.
Después de Hora Cero, ya citado, Cardenal habría
de publicar Epigramas (1961), escritos al estilo de Cátulo y Marcial,
los dos grandes poetas latinos, maestros de la esgrima verbal, a los
cuales también tradujo; estos epigramas, sobre temas políticos, y sobre
todo de amor, han continuado siendo sumamente populares entre sucesivas
generaciones de jóvenes, que los recitan de memoria.
Luego vendría Salmos (1964), que le dio gran
renombre al ser traducido a todos los idiomas europeos, una invocación
contra todos los males del capitalismo y el totalitarismo, las guerras y
la deshumanización, escrito con los acentos de los profetas del antiguo
testamento; y ese mismo año Gethsemani Ky, sus poemas del monasterio
trapense. En 1965 aparece su muy conocido Oración por Marylin Monroe, y
en 1967 El estrecho dudoso, un largo poema escrito en base a las
crónicas de la conquista española.
En 1969 se publica Homenaje a los indios
americanos; en 1972, Canto Nacional, una hermosa entonación en alabanza
de Nicaragua, que es, al mismo tiempo, un compendio de flora, fauna,
paisajes, y que habla también de la injusticia y de la lucha por una
sociedad distinta, escrito en homenaje al FSLN, entonces formado por
guerrilleros clandestinos; y en 1973 Oráculo sobre Managua, tras la
destrucción de la capital por el terremoto del año anterior.
Su poesía de los años de la revolución sandinista
está contenida en Vuelos de victoria (1985), y más tarde habrá de
publicar Los ovnis de oro (1988), de nuevo sobre temas indígenas.
Cántico Cósmico (1989) representa ya una nueva etapa de su poesía, mucho
más ambiciosa, donde explora, utilizando los parámetros de la física
cuántica, la existencia del ser en función del universo, y entre tanto
el amor, y la muerte; un tema que será completado en Telescopio en la
noche oscura (1993).
Su obra en prosa incluye Vida en el amor (1966);
En Cuba (1972); El Evangelio de Solentiname (1985); y sus memorias que
han comenzado a publicarse en 1998 bajo el título de Vida perdida.
Los años cincuenta
Lea generación de poetas de la siguiente década
incluye principalmente a Guillermo Rothschuh Tablada (1926), Fernando
Silva (1927), Raúl Elvir (1927-1998), Ernesto Gutiérrez (1929-1988), y
Mario Cajina-Vega (1929-1995); y un poco más tarde a Octavio Robleto
(1935), Horacio Peña (1936) y David McField (1936).
Fernando Silva nació en Granada. Médico de
profesión, sus poemas juveniles están contenidos en su libro fundamental
Barro en la sangre (1952), donde la tradición vernácula ensayada por el
movimiento de Vanguardia florece con gracia por última vez; y es autor
de otro libro de poemas de la misma línea titulado Agua arriba (1968).
Pero su obra literaria está expresada con mayor ventaja en sus cuentos,
como veremos adelante. Es el caso también de Mario Cajina-Vega, nacido
en Masaya y educado en Estados Unidos, Inglaterra y España, quien se
distinguió más como narrador; periodista, ensayista, y editor de
vocación, escribió un solo libro de poemas, Tribu (1961).
Guillermo Rothschuh Tablada, nació en Juigalpa,
cabecera del departamento de Chontales. Educador, fue clave en la forja
de una generación de jóvenes nicaragüenses, varios de ellos escritores, y
otros dirigentes políticos, que surgieron de las aulas del Instituto
Nacional Central Ramírez Goyena, que él dirigió. Sus poemas, que son
también telúricos, y que exaltan la tierra chontaleña, tierra ganadera,
están contenidos en Poemas chontaleños (1960); otros libros de poemas
suyo son Cita con un árbol (1965) y Veinte elegías al cedro (1973).
Raúl Elvir nació en Comayagüela, Honduras, pero
llegó a Nicaragua en el año de 1939, y vivió desde entonces entre
nosotros. Ingeniero civil de profesión, su poesía está basada en una
observación meticulosa de la naturaleza, a la que describe con amoroso
empeño. Esta aproximación panteísta del paisaje nicaragüense, le dio un
conocimiento muy especial, absolutamente familiar, de nuestra fauna,
principalmente los árboles, y los pájaros, sobre los que escribió un
libro aún inédito. Sus más importantes libros de poesía son La rama y el
cielo (1960) y Círculo de fuego (1971), que volvió a editarse en 1999,
tras su muerte acaecida en Managua, aumentado con sus poemas inéditos.
Ernesto Gutiérrez nació en Granada. Ingeniero
también de profesión, se especializó en Hidrología. Además, fue profesor
universitario, director de la Editorial Universitaria en la Universidad
de León, y al triunfo de la revolución embajador en Brasil y ante la
UNESCO.
Su primer libro es Yo conocía algo hace tiempo
(1953), y luego aparecieron Años bajo el sol (1963), Terrestre y celeste
(1969), Poemas políticos (1971), y Temas de la Hélade (1973). Su poesía
marca una visión gozosa y a la vez desgarrada de la existencia, entre
la alegría de vivir y el espanto ante la muerte. Una antología suya,
bajo el título En mí y no estando, seleccionada por Carlos Martínez
Rivas y Sergio Ramírez, con prólogo de este último, fue publicada en
Costa Rica en 1974, y de manera ampliada en Nicaragua en 1983. Murió en
Managua, tras una enfermedad muy prolongada.
Octavio Robleto, nacido en Juigalpa, ha ligado
siempre su poesía al sentimiento más puro hacia la naturaleza, una
lírica bucólica que va a dar siempre a las cosas sencillas del campo.
Sus libros de poesía más destacados son Vacaciones del estudiante
(1964); Enigma y Esfinge (1965); El día y sus laberintos (1976); y
Laberinto de vigilias (1999), que incluye las breves prosas Noches de
Oluma.
Horacio Peña nació en Managua. Por largo tiempo
fuera de Nicaragua, publicó su primer libro de poemas en 1961, La espiga
en el desierto; en 1967 ganó el Premio Internacional de poesía del
centenario de Darío, con su libro Ars Moriendi, y publicó en 1970 La
soledad y el desierto. Su poesía, que tiene generalmente un tono
elegíaco, abre interrogantes sobre la soledad, la enajenación del
individuo, y la muerte, tal como puede apreciarse en los títulos de sus
libros. Por su parte, David McField, nacido en Bluefields, exalta la
negritud buscando en su poesía de acentos sociales, los ritmos del
caribe; su libro mas conocido es Poemas para el año del elefante (1970).
El Frente Ventana y la Generación Traicionada
A comienzos de la década de los sesenta
aparecieron en el país dos grupos literarios antagónicos en cuanto a sus
posiciones sobre el papel de la literatura y el arte en la sociedad: el
Frente Ventana, surgido en las aulas universitarias en León, y
encabezado por Fernando Gordillo (1940-1967) y Sergio Ramírez (1942); y
la Generación Traicionada, formada en su mayoría por jóvenes recién
salidos del Instituto Ramírez Goyena de Managua, y encabezada por
Roberto Cuadra (1940), quien muy pronto habría de desaparecer de la
escena literaria; Edwin Yllescas (1941), Iván Uriarte (1942), y Beltrán
Morales (1944-1986), quien pasó luego al Frente Ventana.
Los miembros del Frente Ventana pertenecían a su
vez a la llamada Generación de la Autonomía, toda una pléyade de
muchachos que bajo el liderazgo del Rector de la Universidad Nacional,
el doctor Mariano Fiallos Gil, humanista y escritor, participaron en la
conquista y consolidación de la autonomía universitaria, un gran hito
cultural para el país. Esta generación, bautizada con sangre en la
masacre estudiantil del 23 de julio de 1959, habría de desembocar tanto
en la política como en la literatura, bajo un reclamo revolucionario que
daría como fruto la creación del FSLN en 1963.
Eran los años en que crecía en Nicaragua un gran
fermento de rebeldía, marcados por el triunfo de la revolución cubana,
la lucha de los movimientos de liberación nacional en África y Asia, y
los primeros movimientos guerrilleros en Nicaragua; y, además, por el
cierre de los espacios democráticos y la falsificación de las
elecciones, impuestos por la dictadura.
En este contexto, el Frente Ventana centraba sus
posiciones en el reclamo por una literatura de raíces nacionales, que al
tiempo de buscar la excelencia literaria, estuviera comprometida con
las luchas sociales y con el cambio profundo de las estructuras
injustas. Estas posiciones estaban contenidas en los antimanifiestos y
antieditoriales publicados en las páginas de la revista experimental
Ventana, que dirigida por Gordillo y Ramírez se publicó entre 1960 y
1964.
La Generación Traicionada, bajo la influencia de
la beat generation de Estados Unidos (Allen Ginsberg, Lawrence
Ferlinghetti, Jack Kerouack), lo que proclamaba era el rechazo a la
civilización de consumo que creaba soledad y frustración en las grandes
ciudades, las selvas de cemento, como en el célebre poema Howl (Aullido)
de Ginsberg.
La polémica entre los dos grupos se desarrolló en
las páginas de Ventana, que acogía en sus páginas los manifiestos y
colaboraciones literarias de los miembros de la Generación Traicionada; e
igualmente en las páginas de La Prensa Literaria. En una segunda breve
etapa, la revista Ventana fue dirigida por Beltrán Morales y Michéle
Najlis.
En octubre de 1961, el Frente Ventana organizó en
León la Primera mesa redonda de poetas jóvenes de Nicaragua, donde
además de los dos grupos en pugna participaron otros, como el Grupo U de
Boaco, que encabezaban Flavio Tijerino y Armando Incer, así como
escritores que no pertenecían a ningún bando; y si en algo coincidían
todos, era en el rechazo de la mala literatura, en busca de nuevos
caminos de originalidad y renovación.
Fernando Gordillo, nacido en Managua, fue atacado
por una extraña enfermedad, miastenia gravis, y murió muy joven,
también en Managua. A pesar de esa desgraciada circunstancia tuvo una
vida intelectual intensa, marcada por la honestidad a toda prueba y por
el desafío intelectual; poeta, ensayista, crítico literario y narrador,
fue también activista político infatigable, aún desde la silla de ruedas
a que se vio condenado, y se convirtió en el ideólogo más notable de su
generación. Todos sus escritos, tanto en verso como en prosa, fueron
reunidos por Sergio Ramírez en Obra, publicado en Managua en 1989, y en
ellos se refleja el compromiso que animó toda su vida.
Sergio Ramírez nació en Masatepe. Se graduó de
abogado y pasó luego a trabajar en Costa Rica para el Consejo Superior
Universitario Centroamericano (CSUCA), del que fue Secretario General
durante dos períodos. Vivió en Alemania, con una beca de escritor y
luego, incorporado a la lucha revolucionaria, encabezó el Grupo de los
Doce. Formó parte de la Junta de Gobierno que sustituyó a Somoza en
1979, y luego fue Vicepresidente. Su obra literaria se consolidó en el
género narrativo, como novelista y cuentista, además de ensayista.
Edwin Yllescas, nacido en Estelí, se graduó de
abogado. Su poesía de toda una vida no se publicó sino en 1996, por
decisión propia, bajo el título Algún lugar en la memoria. El libro está
compuesto por ocho libretas de versos, en los que según sus propias
palabras “habla con la precisa e inexacta locura del asombro. Con
alegría, pero también con tristeza y desolación”; una poesía provocadora
que es consecuencia de una búsqueda existencial, y también de estilos
emergentes.
Iván Uriarte, nacido en Jinotega, se graduó en la
Universidad de Pittsburgh. Su primer cuaderno de poesía fue 7 poemas
atlánticos (1968), memoria de un viaje por el río Escondido, que tiene
una dimensión de encanto telúrico; y ha publicado también Éste que
habla (1969), Los bordes profundos (1999), y Pleno día (1999), en los
que busca la creación de atmósferas que son a la vez íntimas, llenas de
sugerencias, y la afirmación de un universo verbal muy propio.
Beltrán Morales, nacido en Managua, fue el más
joven de los escritores de la época del Frente Ventana y la Generación
Traicionada, y su poesía representó el mejor de los testimonios críticos
de su generación, una poesía ácida y descarnada, contestaria hasta el
fondo, pero nutrida de un brillante lirismo: “cada molécula de su
organismo era poeta como en Joaquín Pasos”, señalaría Carlos Martínez
Rivas. Un enfant terrible que fue capaz de ejercer influencia entre
otros poetas de las siguientes generaciones, a pesar de su temprana
muerte, acaecida en Managua.
Entre sus libros de poesía figuran Algún sol
(1969), Agua Regia (1972), y Juicio final andante (1976); su Poesía
completa fue publicada por la Editorial Nueva Nicaragua (ENN) en 1989.
El afán purificador que lo poseyó siempre, lo llevó también a la crítica
literaria, que ejerció sin concesiones, y que quedó recogida en dos
libros: Sin páginas amarillas (1975) y Malas notas (1989).
A la generación de los años sesenta, una de las
más ricas y variadas en la historia literaria del país, pertenecen
también Napoleón Fuentes (1941), Luis Rocha (1942), Francisco Valle
(1942), Alvaro Gutiérrez (1943), Carlos Perezalonso (1943), Fanor Téllez
(1944), y Julio Cabrales (1944); así como Francisco de Asís Fernández
(1945) y Jorge Eduardo Arellano (1946), que encabezaron en Granada el
grupo Los Bandoleros. Es también la década en que habría de surgir toda
una pléyade de mujeres escritoras, principalmente poetas, de las que se
hablará por aparte.
Napoleón Fuentes, nacido en Diriamba, dirigió la
revista Taller, editada en la Universidad Nacional, en León, a partir de
1967, y que de alguna manera fue sucesora de Ventana. De entre sus
libros de poemas hay que mencionar El techo iluminado (1975) y Esta
palabra que quema (1982), este último una antología de su obra poética.
Luis Rocha, nacido en Granada, estuvo vinculado a
los movimientos de rebeldía literaria y política desde su adolescencia,
y desarrolló casi desde entonces una sólida actividad cultural, primero
desde La Prensa Literaria y la revista El Pez y la Serpiente al lado de
Pablo Antonio Cuadra; y más tarde como director de El Nuevo Amanecer
Cultural, el suplemento literario de El Nuevo Diario. Su primer libro de
poemas Domus Aurea (1969), es una celebración del amor doméstico, como
comunión. Sus otros libros son Poemas (1970), Ejercicios de composición
(1974) y Phocas, versiones e interpretaciones (1983), Premio
Latinoamericano de Poesía Rubén Darío; y La vida consciente (1996) que
es una antología de toda su poesía y prosa.
Francisco Valle, nacido en León, es uno de los
poetas más singulares de nuestra literatura, y un cultor del surrealismo
en busca de nuevos cauces; lo que podríamos llamar una voz solitaria.
Su primer libro de poemas, Casi al amanecer apareció en 1964, y ha
publicado también Laberinto de espadas (prosemas, 1974, 1996), La puerta
secreta (1979), Luna entre ramas (1980) y Sonata para la soledad
(1981).
Alvaro Gutiérrez, nacido en Diriamba, y
dibujante también, ensaya en Asociación para delinquir –varia invención-
(1997) una atractiva mixtura de poesía y prosa. Fanor Téllez, nacido en
Masaya, poeta, crítico y ensayista, es otra voz solitaria, y su poesía
amatoria alcanza esferas de nítida belleza . Ha publicado La vida
hurtada (1973), Los bienes del peregrino (1974), El sitial de la vigilia
(1975), El don afluente (1977), Edad diversa (1993), Boca del vino
(1998) y Oficio de amarte (1999). Carlos Perezalonso, nacido en León, ha
publicado El otro rostro (1971), Vida, el sol (1976), y Cegua de la
noche (1990); su poesía sabe entrar en las honduras de la nostalgia.
Julio Cabrales, nacido en Managua, hijo del poeta
Luis Alberto Cabrales, es uno de los escritores con mayor genio poético
de su generación, pero quedó atrapado desde muy joven por la
enajenación mental, igual que Alfonso Cortés. Su obra, sin embargo, es
muy intensa y luminosa, aunque breve, y está contenida en el libro
Omnibus publicado en 1975.
Francisco de Asís Fernández, nacido en Granada,
ha mantenido una constante exploración en su vida de poeta, desde los
años de su adolescencia, en temas que van de la celebración del amor, a
la política. Sus principales libros son Pasión de la memoria (1986), que
incluye sus libros anteriores; Friso (1996), y Árbol de la vida (1998).
Por su parte Jorge Eduardo Arellano, nacido también en Granada, es un
notable polígrafo: investigador histórico, antólogo, crítico de arte y
literatura; poeta, y narrador. Ha publicado un libro de poesía, La
estrella perdida (1969); y en el campo narrativo Historias nicaragüenses
(1974) y Timbucos y Calandracas (1982).
Las mujeres toman el relevo
La aparición de las voces femeninas en la poesía
nicaragüense tiene el carácter de un verdadero relevo, porque su
presencia nutrida, y la calidad de las escritoras, vienen a marcar un
nuevo rumbo para nuestra literatura, y a darle una nueva fortaleza.
Los antecedentes más notables de la poesía
femenina nicaragüense se encuentran en Piedad Medrano Matus (1914), que
tomó los hábitos religiosos de la orden de La Asunción bajo el nombre de
Madre Rosa Inés, autora de un solo libro de poesía mística, El amor que
me cautiva (1998); en María Teresa Sánchez (1918-1994), animadora del
Círculo Nuevos Horizontes en los años cuarenta, y autora de varios
poemarios entre los que destacan Sombras (1939) y Poemas de la tarde
(1963); y también en Mariana Sansón Argüello (1918), que escribe una
poesía de carácter íntimo y subjetivo, mejor resumida en su libro Las
horas y sus voces (1986).
Mención aparte merece Claribel Alegría (1924),
que aunque enlistada entre los escritores salvadoreños, por haber
emigrado muy niña a ese país, nació en Estelí y vive de nuevo en
Nicaragua. Dueña de una hermosa y sensible voz poética, que explora
siempre nuevos caminos, ha publicado, entre otros libros de poesía,
Anillo de silencio (1948), Huésped de mi tiempo (1961), Sobrevivo
(1978), Suma y sigue (1981), y Luisa en el país de la realidad (1986).
Pero el panorama literario nicaragüense había
sido dominado por los autores masculinos, hasta que a partir de los años
sesenta irrumpe una pléyade de mujeres que habrá de marcar las décadas
siguientes. Entre ellas destacan Vidaluz Meneses (1944), Ana Ilce Gómez
(1945), Gloria Gabuardi (1945), Michéle Najlis (1946), Gioconda Belli
(1948), Daisy Zamora (1950), Rosario Murillo (1951), y Yolanda Blanco
(1954); todas ellas adquieren un compromiso en la lucha contra la
dictadura somocista, y su obra plantea una doble liberación, la de la
mujer, y la del país.
Vidaluz Meneses, nacida en Matagalpa, despunta en
1975 con Llama Guardada, que es una celebración de la intimidad de la
mujer, y a la vez un reclamo de participación en la vida cotidiana y sus
desafíos, no sólo la vida doméstica. Otro de sus libros, Llama en el
aire, es una antología de sus poemas escritos entre 1974 y 1990.
Ana Ilce Gómez, nacida en Masaya, explora la
palabra misma, buscando hacer de la poesía una verdadera fiesta verbal,
con rigor de orfebre; y preservando a la vez la lucidez del misterio. Su
único libro es Las ceremonias del silencio (1975). Y Gloria Gabuardi,
nacida en Managua, busca un nuevo nivel de la poesía amatoria, que se
vuelve combativo en Defensa del amor (1986).
Michéle Najlis, nacida también en Managua, hija
de inmigrantes franceses, apareció en el panorama de las letras cuando
aún estudiaba en el Colegio La Asunción, y estuvo muy cercana desde el
principio al Frente Ventana. Su primer libro El viento armado (1969)
contiene sus poemas de esos primeros años de hallazgos, que obtienen
continuidad en Augurios (1980), Ars combinatoria (1989), Caminos de la
Estrella Polar (1990), y Cantos de Efigenia (1991).
La aparición en 1973 de Sobre la grama de
Gioconda Belli, nacida en Managua, significó un vuelco no sólo para la
poesía femenina, sino para toda nuestra literatura. En este libro la
mujer hablaba por sí misma, desde su propia sensibilidad y sensualidad,
consagrando el sexo como una categoría pura, de goce de los sentidos y
plenitud espiritual. A este libro siguieron Línea de fuego (1978), donde
incorpora los temas de la lucha política, que ganó el Premio Casa de
las Américas en Cuba; Amor insurrecto, y De la costilla de Eva (1987);
El ojo de la mujer (1991) y Apogeo (1997), sus poemas de la madurez.
En una línea novedosa se presenta también Daisy
Zamora, nacida en Managua. En su voz la mujer desafía a través de su
sensibilidad los convencionalismos, y ofrece sus poemas como un don de
rebeldía y de aciertos verbales, comunicando una aura diferente a sus
experiencias de la vida cotidiana. Sus libros más importante son La
violenta espuma (1981), En limpio se escribe la vida (1988), y A cada
quien la vida (1994).
Rosario Murillo, nacida también en Managua, fue
promotora del Grupo Gradas en los años de la lucha contra la dictadura
de Somoza. Entre sus libros de poesía, donde la rebeldía del amor se
junta a la rebeldía en el combate, figuran Gualtayán (1975), Sube a
nacer conmigo (1977), Un deber de cantar (1981), y En las espléndidas
ciudades (1985). Y finalmente Yolanda Blanco, nacida en León, quien
recupera en la sustancia de su escritura la dimensión telúrica, y es
autora, principalmente, de Así cuando la lluvia (1974), Cerámica Sol
(1977), Penqueo en Nicaragua (1981), y Aposentos (1984).
Voces siempre nuevas
No hay duda de que para los poetas de las nuevas
generaciones quedan patentes las dos influencias fundamentales de que se
ha hablado antes: la del exteriorismo de Ernesto Cardenal, y la de
rebeldía intimista, el interiorismo de Carlos Martínez Rivas; son dos
marcas insoslayables.
Leonel Rugama (1949), nacido en Estelí, aparece
en tiempos de compromiso, y cuando la literatura comenzaba a ocupar un
lugar inseparable en la lucha por una nuevo orden social en Nicaragua.
Pero Rugama, quien murió en combate desigual a la edad de 21 años,
enfrentando a tropas de la Guardia Nacional en un barrio del oriente de
Managua en 1970, no sobrevivió para las letras por su acción heroica,
sino porque logró plasmar en sus poemas un nuevo lenguaje, muy intenso, y
sin más adornos que los de la realidad misma. Sus poemas, que no
llegaron a ser muy numerosos, fueron recogidos por primera vez en una
edición especial de la revista Taller (1970), y luego en el libro La
tierra es un satélite de la luna (1983).
A esta misma generación pertenece Erick Blandón
(1951), nacido en Matagalpa; dueño del don de la ironía, sus creaciones
se deslizan con gracia de la poesía a la prosa, como en Aladrarivo
(1975) y Juegos prohibidos (1982). Alvaro Urtecho (1951), nacido en
Rivas, quien es además crítico literario, muestra el don de enlazar la
nostalgia de los recuerdos a una escritura lírica, de inventarios
precisos, y evocadora por sus retablos verbales. Es autor de Cantata
estupefacta (1986), Cuadernos de la provincia y Esplendor de Caín
(1994).
Julio Valle Castillo (1952), nacido en Masaya, se
formó en México bajo el magisterio de Ernesto Mejía Sánchez. Es el
intelectual polifacético por excelencia: poeta, ensayista, crítico de
arte y literatura, antólogo e historiador de nuestra literatura, y,
además, novelista, todos sus oficios los ejerce con rigor. Su poesía
responde al exteriorismo, pero saber dar un paso adelante para
renovarlo, y hacerlo más vital. Desde Materia Jubilosa (1986) su
itinerario traza una curva ascendente hasta Con sus pasos cantados, que
reúne su poesía de 1968 a 1986.
Reafirmando esta tendencia de renovación
permanente, aparecen Anastasio Lovo (1952), nacido en Estelí, autor de
Sonatas del poder (1990); Juan Carlos Vílchez (1952), nacido también en
Estelí, médico, autor de Viaje y círculo (1992) y Versiones del Fénix
(1999); Alejandro Bravo (1953), nacido en Granada, autor de Tambor con
luna (1981); Gustavo Adolfo Páez (1954), nacido en Jinotepe, además
actor y director de teatro, autor de El límite del tiempo (1997); Manuel
Martínez (1955), nacido en Managua, autor de Tiempos, lugares y sueños
(1986), y Engranajes del tiempo (1996); Fernando Antonio Silva (1957),
nacido en Managua, director de Taller en su última época, y autor del
libro de poesía Los ojos cristalinos en el espejo (1982) y El tiempo
cosechado (1995) que reúne sus poemas escritos entre 1975 y 1995.
Ernesto Castillo Salaverry (1957-1978), nacido en
Managua, murió combatiendo muy joven contra la Guardia Nacional en las
calles de León, y en 1981 se publicó su Antología póstuma. Su poesía es
como un diario de combate, tejido por el amor y la nostalgia.
Erick Aguirre (1961), nacido en Managua,
periodista, narrador y crítico literario, su poesía se convierte en una
crónica de la vida contemporánea, y de los encantos y desencantos de la
generación de jóvenes que vivió la revolución sandinista. Sus libros son
Pasado meridiano (1995), y Conversación con las sombras (1999).
Entre las últimas escritoras, que por la
diversidad e intensidad de sus voces se suman a las anteriores, deben
ser mencionadas Karla Sánchez (1958), nacida en León, autora de El árbol
que crece en el centro de la sala (1996) y A la luz más cierta (1998);
Marianela Corriols (1965), nacida en Estelí, autora de Conversaciones
elementales (1985); Blanca Castellón (1968), nacida en Managua, autora
de Flotaciones (1998); y Carola Brantome (1961), nacida en San Rafael
del Sur, autora de Más serio que un semáforo (1995) y Marea convocada
(1999), una poesía en la que se aventura a encontrar correspondencias
ocultas en las palabras; y Marta Leonor González, nacida en Managua,
autora de Huérfana embravecida (1999).
LA NARRATIVA
Otra vez Darío
Si Rubén Darío, padre y maestro mágico, como él
mismo diría de Verlaine en su magistral Responso, representó un hito
para la poesía, no menos importante fue su marca revolucionaria en la
prosa, como cuentista, y como cronista de prensa. Pero en lo que se
refiere a Nicaragua, no engendró un fenómeno de desarrollo constante en
la narrativa nacional, tal como logró hacerlo la poesía.
Sus Cuentos Completos, editados en México en
1950, y luego en 1986, por Ernesto Mejía Sánchez y Raymundo Lida,
muestran una progresión desde el modernismo propiamente dicho, con sus
claros acentos afrancesados, pasando por el realismo naturalista, hasta
lo propiamente moderno, lo que es ya aventura y experimentación
transformadora en la prosa. Y tampoco hay que olvidar sus cuentos en
verso, que tanta fama popular la dieron: La Cabeza del Rawí, El negro
Alí, La Sonatina, Los motivos del lobo, etc.
Y en sus crónicas periodísticas, muchas de ellas
narrativas, palpita el espíritu de la época que le tocó vivir, que fue
de avances y descubrimientos, la de fundación de toda una civilización
emergente en la vuelta del siglo, cuando se fundó también todo el arte
contemporáneo. El telégrafo inalámbrico, el cable submarino, las
rotativas, son instrumentos de esa civilización que imprimen a la prosa
dariana una nueva velocidad, y un nuevo acento, imbuido de lo moderno,
igual que en sus cuentos, y en su poesía, como queda patente en su
estupenda Epístola a Juana Lugones, que es una síntesis de novedad,
narrativa también, en la expresión literaria.
Darío intentó en 1886, junto con el chileno
Eduardo Poirier, una primera novela, Emelina, escrita para un concurso; y
luego otras tres que nunca terminó: El hombre de oro (1897), durante
sus años argentinos; La isla de oro (19O6) iniciada en Mallorca; y Oro
de Mallorca (1913), de la que consiguió unos cuantos capítulos, y que
vale más bien por lo que tiene de confesión autobiográfica.
Un oficio casi ausente
El antecedente más lejano de nuestra narrativa es
Amor y constancia (1878), una novela muy breve del historiador José
Dolores Gámez (1851-1918), nacido en Rivas; cargada de datos históricos,
no logra alzar vuelo como obra de imaginación. Gustavo Guzmán (s/d),
nacido en Granada, escribió las novelas El Viajero (1887) Margarita
Roccamare (1892), En París (1893) y En Italia (1897), composiciones
librescas, de ambientes europeos, como era de uso entonces; y Carlos J.
Valdés (s/d), nacido en Masaya, publicó la novela de costumbres Lucila
(1887).
Al entrar el siglo XX, lo que encontramos es un
arrastre anacrónico de temas característicos del siglo anterior: los
cuadros de costumbres, como en la novelita La última calaverada (1913) o
Cuentos de tío Doña (1913), de Anselmo Fletes Bolaños (1878-1930),
nacido en Granada. O las Leyendas Coloniales (1951) de Gustavo Adolfo
Prado (1881-1939), nacido en León, escritas al estilo del peruano don
Ricardo Palma, publicadas en periódicos a partir de 1918. En 1927
aparece Entre dos filos, novela también costumbrista de Pedro Joaquín
Chamorro Zelaya (1880–1952), abogado y periodista nacido en Granada,
quien escribió también El último filibustero (1933), una novela
histórica sobre William Walker.
El tema de la guerra de Sandino será abordado por
Salomón de la Selva en una novela publicada de manera póstuma, La
guerra de Sandino o pueblo desnudo (1985), escrita en México en 1935; y
siempre dentro de la línea de la novela histórica escribió en 1942 otra
novela, La Dionisiada (1975), sobre el tema de la revolución liberal del
fines del siglo XIX, y que igualmente fue publicada en Nicaragua
después de su muerte. Estas novelas no alcanzan, sin embargo, la calidad
de su poesía.
Un caso singular es el de Carlos A. Bravo
(1882-1975), nacido en san Miguelito, junto al Gran Lago de Nicaragua.
Lejos de todo anacronismo, estableció su propia modernidad en base a la
excelencia de su prosa narrativa, la que supo utilizar a fondo para
describir el paisaje y sus sensaciones, paisajes a la vez telúricos y
humanos. Sus escritos fueron reunidos en Nicaragua, teatro de lo
grandioso (1993).
El tema de la intervención norteamericana en
Nicaragua será tratado en la novela Sangre en el trópico (1930) del
periodista de oficio Hernán Robleto (1882-1968), quien nació en Camoapa y
vivió casi toda su vida en México; también escribió, entre otras, las
novelas Los estrangulados (1933), de igual acento antiimperialista; e Y
se hizo la luz (1966), ya al final de su vida; y los libros de cuentos
La mascota de Pancho Villa (1935), y Cuentos de perros (1943); así como
el drama Miércoles de Ceniza .
Emilio Quintana (1908-1971), nacido en Managua,
pasó del banco de zapatería a la mesa de redacción de los periódicos.
Entra en el tema ya entonces en boga de la literatura bananera con
Bananos (1942), un libro de cruda experiencia personal, pues el autor,
fue, además, peón de las plantaciones de la United Fruit en Costa Rica.
Escribió también las novela Agustín Rivera (1951), a la que llamó
“esbozo para una novela del futuro”; y los libros de cuentos El cielo no
es azul (1957); Diez bellos cuentos (1959), y Viejos y nuevos cuentos
(1964).
Las guerras civiles entre liberales y
conservadores serán el objeto de Sangre Santa (1940) de Adolfo Calero
Orozco (1899-1980), nacido en Managua. Se trata de una novela de acentos
costumbristas, como lo son también su segunda novela, Eramos cuatro
(1977), y Cuentos Pinoleros (1944), Cuentos Nicaragüenses (1957) y
Cuentos de aquí no más (1964). En todos ellos, con lenguaje amable,
logra comunicarnos el mundo rural y provinciano.
José Román (1908-1993) también describe en su
novela Cosmapa (1944) el universo bananero, pero desde la perspectiva
del patrón culto y refinado, que opone su propia civilización a la
barbarie de las costumbres de los peones; y es desde esa perspectiva del
choque civilización y barbarie, ya en boga también entonces en América
Latina, que explora el universo rural, sin poder despojar al lenguaje de
sus frenos costumbristas. Suyas son también las novelas Los
conquistadores (1966) y Cecilia Barbarosa, escrita entre 1973 y 1975 y
publicada en 1997; y Maldito país, una crónica sobre Sandino escrita en
1933, y publicada en 1979.
Nuestros primeros narradores modernos
La eficacia de todo ese enjambre de temas,
intervención extranjera, explotación bananera, persecución política,
estará dada por Manolo Cuadra, empezando con Contra Sandino en la
montaña (1942), el libro que contiene sus cuentos de soldado; un libro
que según el justo criterio de Lizandro Chávez Alfaro, funda la
narrativa moderna en Nicaragua, pues abandona ya los trillados caminos
costumbristas. Sus otros dos libros, Itinerario de Little Corn Island
(1937) y Almidón (1945) son fruto de su experiencia política, en los que
el relato autobiográfico no puede separarse de la ficción. Estas, y
otras piezas de su prosa, fueron reunidas en Solo en la compañía (1992)
con prólogo de Chávez Alfaro.
Mariano Fiallos Gil (1907-1964), nacido y muerto
en León, consigue en su único libro de cuentos Horizonte Quebrado (1959)
el mejor momento de la narrativa vernácula, por la excelencia del
lenguaje, al que acierta a librar de los pesos muertos del regionalismo.
Estos cuentos, escritos en su mayoría en los años cuarenta, vienen a
emparejarse con la obra en prosa de los escritores del Movimiento de
Vanguardia, en cuanto a la modernidad.
José Coronel Urtecho fue novedoso tanto en la
poesía como en la prosa. Su narrativa incluye el admirable Rápido
Tránsito (al ritmo de Norteamérica) (1953), una crónica que es en sí
misma una escuela de narración, en la que junta sus experiencias en los
Estados Unidos, en los años que él llama “mis gay twenties”, con
reflexiones sobre la historia de Nicaragua y el río San Juan; dos
noveletas, ambas escritas en 1938: Narciso, y La muerte del hombre
símbolo; un esbozo de novela, Fragmentos relacionados, que junto con sus
cuentos fueron recogidos por primera vez en un solo volumen, (EDUCA,
1971). Su Prosa Reunida, una edición ya más completa, apareció en 1985,
publicada por la ENN.
Pablo Antonio Cuadra es autor también de
narraciones, entre las que destaca el cuento Agosto, de sustancia
telúrica. Y uno de los libros suyos más celebrado es El Nicaragüense
(1967), en el que explora, de una manera lúcida e imaginativa, el
carácter nacional. También escribió en teatro Por los caminos van los
campesinos (1957).
Joaquín Pasos fue también, prosista y narrador de
primera línea, como puede verse en Prosas de un joven (1995, prólogo y
recopilación de Julio Valle Castillo). Ese libro reúne las proclamas del
grupo de Vanguardia escritas por él; sus ensayos, sus ficciones (su
cuento El Ángel Pobre es uno de las clásicos de la narrativa
nicaragüense), sus escritos periodísticos, y algunas de sus cartas. Fue
también un estupendo humorista, y sus ataques a la dictadura de Somoza
en La Semana Cómica y Los Lunes de la Nueva Prensa lo llevaron no pocas
veces a la cárcel.
Pero también los poetas de la siguiente
generación, entrarán en el terreno de la narrativa. Ernesto Mejía
Sánchez sintió siempre una vocación de narrador, y sus prosemas vienen a
ser un puente entre ambas vertientes. Coronel Urtecho lo creyó el
narrador de su generación, pero la verdad en que este género, su obra
fue breve; comenzó a ordenarla en 1973, y sólo se publicó en México en
1998 bajo el título de Puro cuento, textos donde campea su acerada
ironía verbal, y su ingenio. Y Ernesto Cardenal, que siempre está
narrando en su poesía, ha escrito un único cuento El sueco, infaltable
en cualquier antología.
Fernando Silva retoma en la década de los
cincuenta el mundo rural campesino, y acierta a proyectarlo con una
imaginativa recreación del habla popular nicaragüense. La temática de
sus mejores cuentos está centrada en sus vivencias de niño en el
puertecito de El Castillo junto al río San Juan, donde su padre era
comandante. El personaje que cuenta es siempre ese niño, que evoca en un
lenguaje plenamente nicaragüense el mundo de su infancia. Ha publicado
Cuentos de tierra y agua (1965); Otros cuatro cuentos (1969); Ahora son
cinco cuentos (1972); Puerto y Cuentos (1987); y El Caballo y otros
cuentos (1996). Una antología personal, Cuentos, fue publicada en 1985
por la ENN. Es también autor de las novelas El Comandante (1969) y El
Vecindario (1976).
Aunque de aparición tardía, Juan Aburto,
(1918-1988), nacido en Managua, abre por primera vez la perspectiva de
la narrativa urbana en el país, organizando su universo alrededor de la
capital provinciana que todavía no llega a ser ciudad. Su íntima
amistad con Joaquín Pasos y Manolo Cuadra le introdujo en el mundo de la
bohemia, pero también en el de la literatura. No fue sino después de la
muerte de sus camaradas que comenzó a publicar sus cuentos: Narraciones
(1969; reeditada en 1983 por la ENN); El Convivio (1975); Se alquilan
cuartos (1975); Los desaparecidos (1981); y Prosa Narrativa (1985).
Fernando Centeno Zapata (1922), nacido en León,
abogado y periodista, sus narraciones son de acento social. Campesinos
sin tierra, cortadores de algodón, habitantes de barriadas, vienen a ser
los personajes de su mundo patético y descarnado. Ha publicado dos
libros de cuentos: La tierra no tiene dueño (196O); y La cerca (1963).
En 1996 apareció una antología personal suya, 1O cuentos.
También de aparición tardía como narrador es
Pedro Joaquín Chamorro Cardenal, (1924-1978), nacido en Managua.
Convirtió al diario La Prensa en un bastión de la lucha contra la
dictadura somocista, y su carrera de periodista combativo lo llevó
muchas veces a la cárcel, y por fin a la muerte. Su libro Estirpe
sangrienta (1957), además de ser un testimonio ejemplar, tiene una
intensa calidad narrativa; y sus cuentos, escritos en los largos
períodos de censura impuestos a La Prensa, están llenos de gracia, humor
y agudeza: están reunidos en Jesús Marchena (1975), Richter 7 (1976) y
El enigma de las alemanas (1977).
Otro puntal hacia la modernidad de nuestra
narrativa es Mario Cajina-Vega, de quien se ha hablado antes como poeta.
Sus cuentos están recogidos en Familia de cuentos (1969). Es un libro
dividido en tres estancias que aprisionan, histórica y espacialmente, la
realidad nicaragüense: el campo (Los caminos y los indios); la
provincia (Las viejas paredes del pueblo); y la capital (Cinema XX), un
reflejo y juego de imágenes narrativas. Otros libros suyos de prosa
narrativa son Lugares (1964) y El Hijo (1976).
Narradores de oficio
Nuestro primer narrador de oficio es Lizandro
Chávez Alfaro (1929), nacido en Bluefields (1929). En 1963 ganó el
Premio Casa de Las Américas en La Habana, por su libro de cuentos Los
Monos de San Telmo, y en 1969 fue finalista del Premio Seix Barral en
Barcelona, con Trágame Tierra (1969), la primera novela que puede ser
considerada como tal en la historia de nuestra literatura. Sus
narraciones abren un período nuevo en el país, y con él el cuento y la
novela se desprenden de todo amarre vernáculo o criollo, para entrar en
la plenitud contemporánea.
Además, ofrece, como ningún otro escritor
nicaragüense, una visión arraigada en la costa del caribe y entra, como
en Trágame tierra, a desentrañar las claves de la historia nacional. Ha
publicado también las novelas Balsa de Serpientes (1976) y Columpio al
aire (1999); y los libros de cuentos Trece veces nunca (1977); Vino de
carne y Hierro (1993), y Hechos y prodigios (1998).
Los cuentos de Fernando Gordillo aparecieron
publicados en Obra bajo el aparte de Son otros los que miran las
estrellas, título que él quiso dar a su libro de narraciones, en
preparación al momento de su muerte. Los cuentos de Gordillo, teñidos de
ironía. se abren a un espacio crítico de la realidad social y política
de Nicaragua bajo la dictadura de Somoza, sin dejar de fuera la
mediocridad cultural.
Sergio Ramírez figura entre los escritores
latinoamericanos de la generación posterior al boom, y según el juicio
de la crítica ha sabido hacer una lectura imaginativa de nuestra
historia, en términos de la postmodernidad narrativa. Sus libros más
destacados son: De tropeles y tropelías (fábulas, 1971) Charles Atlas
también muere (cuentos, 1976); ¿Te dio miedo la sangre? (novela, 1978),
finalista del Premio Rómulo Gallegos; Castigo Divino (novela, 1988) que
recibió el Premio Internacional Dashie Hammett; Clave de Sol (cuentos,
1993); Un baile de máscaras (novela, 1995), que recibió en 1998 el
Premio Laure Bataglione al mejor libro extranjero publicado en Francia.
Su novela Margarita, está linda la mar ganó el Premio Internacional de
Novela ALFAGUARA 1998, y en el 2000 el Premio Latinoamericano de Novela
“José María Arguedas”, otorgado en Cuba. Sus Cuentos Completos
aparecieron en 1998 (Alfaguara) con un prólogo de Mario Benedetti, y en
1999 publicó su libro de memorias sobre la revolución sandinista, Adiós
Muchachos.
Edwin Yllescas ha escrito tres libros de prosa
narrativa: El galeón de Jamaica o la Vela de los sueños (1994); Bares de
la Memoria (1995), y La teoría del ángel (1999). En todos ellos
sobresale una búsqueda sin cuartel de nuevas formas de expresión, en lo
que podríamos llamar una inteligencia del lenguaje, pleno de
sutilidades. Por su parte, Iván Uriarte construye el universo personal
de sus narraciones, contenidas en La primera vez que el señor llegó al
pueblo (1996), alrededor de la ciudad de Jinotega, la que explora desde
sus recuerdos de infancia.
Entre los poetas que se manifiestan como
narradores en la década de los ochenta debe mencionarse a Alejandro
Bravo, autor de dos libros de cuentos, El mambo es universal (1982), y
Reina de corazones (1993); y a Manuel Martínez, autor de Juegos de azar y
otros relatos (1989), también un libro de cuentos. Y como narrador
propiamente, a Carlos Alemán Ocampo (1941), nacido en Diriá, y conocedor
de la región del Caribe. Ha escrito las novelas En esos días (1972),
Boarding House San Antonio, (1985), y Vida y amores de Alonso Palomino
(1995), concebida dentro de la vena de la picaresca. Tiene, además, el
libro de cuentos Tiempo de llegada (1973).
Otra vez, las mujeres
También en el campo narrativo han surgido con
vigor las voces de las mujeres. Claribel Alegría, narradora también,
escribió (con su marido Darwin J. Flakoll) la novela Cenizas del Izalco
(1966); y el relato Pueblo de Dios y Mandinga (1985), mostrando en ambos
un excelente dominio de la prosa.
Rosario Aguilar (1938), nacida en León, hizo un
planteamiento novedoso, de gran hondura sicológica en el tratamiento de
sus personajes al aparecer su primera novela corta Primavera Sonámbula
(1964). En los años siguientes ha publicado Quince barrotes de izquierda
a derecha, Rosa Sarmiento, Aquel mar sin fondo ni playa, y El
guerrillero, reunidos en un solo libro en 1976; 7 relatos sobre el amor y
la guerra (1986); La niña blanca y los pájaros sin pies (1992), y
Soledad, tú eres el enlace (1995), un relato biográfico sobre la familia
de ascendencia vasca de su madre.
Irma Prego (1933), nacida en Granada, ha
publicado dos libros de cuentos, dotados de gracia: Mensajes del más
allá ( 1989); y Agonice con elegancia (1996). Mercedes Gordillo (1938),
nacida en Managua, ha publicado dos libros de cuentos de temas
relacionados con la vieja Managua, y escritos con humor e ironía: El
cometa del fin del mundo (1994), con el que ganó el Premio Nacional
Rubén Darío; y Luna que se quiebra (1995).
Gloria Guardia (1940), aunque nacida en Panamá,
los temas de sus novelas tienen que ver siempre con Nicaragua, la tierra
de su madre: la primera de ellas, El último juego (1976), recrea los
hechos del secuestro político ejecutado en Managua en 1974 por un
comando del FSLN; y en la última, Libertad en llamas (1999), su tema es
la guerra de Sandino. Isolda Rodríguez (Estelí, 1944), muy relevante en
el campo de la crítica literaria, ha publicado dos libros de cuentos, La
casa de los pájaros (1995), y Daguerrotipos y otros retratos de mujeres
(1999), ambos de ánimo feminista. Y también está Milagros Palma (León,
1949), destacada antropóloga cultural que ha desentrañado el imaginario
mestizo y el simbolismo de la relación entre los sexos; sus novelas
Bodas de cenizas (1992), Desencanto al amanecer (1995), El Pacto (1996),
y El Obispo (1998), exploran casi todas la realidad de los años
contradictorios de la revolución, bajo una luz intensamente imaginativa.
Gioconda Belli, ya reconocida como poeta, se
reveló también como novelista de mucho éxito con la publicación de La
mujer habitada (1988), donde enlaza el mito indígena con la realidad
política en planos paralelos, acudiendo al mismo tema del secuestro de
1974 utilizado por Gloria Guardia. Después publicó Sofía de los
presagios (1990), donde retorna al mito, y Waslala: memorial del futuro
(1996), que ofrece el descarnado panorama de una Nicaragua del siglo
XXI, ya disuelta en su identidad, pero en la que de todos modos podemos
reconocernos. (1996).
Otras escritoras a destacar son Mónica Zalaquett
(1954), nacida en Chile, autora de la primera novela que abordó el tema
de la guerra de los contras, Tu fantasma, Julián (1992); Gloria Elena
Espinoza (1944), nacida en Jinotepe) autora de la novela La casa los
Mondragón (1998), una zaga familiar que tiene por escenario la ciudad
de León; y María Lourdes Pallais (1953, nacida en Lima, Perú), autora de
una sola novela, La Carta (1987), las confesiones de una mujer sobre
sus luchas y amores, escritas desde la cárcel.
La historia como motivo
Una tendencia visible en la narrativa
nicaragüense al final del siglo XX ha sido la exploración de los hechos
históricos como una manera de recuperar la memoria del pasado en la
ficción. En esta línea debemos colocar a Chuno Blandón (1939), nacido en
San Rafael del Norte, con su novela Cuartel General (1988), cuyos
hechos ocurren en su pueblo natal en los años de Sandino; a Ricardo
Pasos Marciaq (1939), nacido en Managua, autor de las novelas El burdel
de las Pedrarias (1995), que va a los años de la conquista; Rafaela, una
danza en la colina y nada más (1998), que evoca a la heroína Rafaela
Herrera en tiempos de la colonia; y María Manuela, piel de luna (1999),
que tiene por escenario la costa de la Mosquitia; también ha publicado
un libro de cuentos, igualmente de ambientación histórica, Las semillas
de la luna (1995).
El poeta Julio Valle Castillo publicó en 1996 la
novela Requiem en Castilla de Oro, sobre la figura del primer Gobernador
de Nicaragua Pedrarias Dávila, el mismo personaje presente en la novela
de Pasos, pero que Valle, entre la elegía y la ironía, utiliza para
trazar una constante a través de toda la historia de Nicaragua. Enrique
Alvarado (1935), nacido en Nandaime, acude en Doña Damiana (1998) a otro
personaje fascinante de nuestra historia: Damiana Palacios, “La
vengadora”, en tiempos de la guerra de Cerda y Argüello a comienzos del
siglo XIX, y logra una novela de sostenida calidad literaria.
En otro filón de la historia, durante la década
revolucionaria adquirió auge el género del testimonio. Los ejemplos más
importantes fueron La montaña es algo más que una inmensa estepa verde
(1986), del comandante guerrillero Omar Cabezas; y La marca del Zorro
(1990), memorias del también comandante guerrillero Francisco Rivera (El
Zorro), héroe de la liberación de Estelí, quien contó su historia al
escritor Sergio Ramírez.
Así mismo, la revolución sandinista dejó una
marca que empieza a hacerse visible en la narrativa. Tal es el caso de
Orlando Núñez (1948), nacido en Managua, con Sábado de Gloria (1990),
sobre los años de la insurrección contra la dictadura; una segunda
novela suya es El vuelo de las abejas (1992). Erick Blandón, también
poeta, presenta en la novela Vuelo de cuervos (1997) una visión crítica,
e irónica, sobre la revolución vista desde sus mecanismos de poder; un
tema que ya había ensayado con éxito en algunos de sus cuentos de
Misterios gozosos (1994).
Entre los narradores que cierran el siglo XX,
buscando una expresión más ligada a los temas urbanos, y a la desolación
de la época post revolucionaria, están Erick Aguirre, ya mencionado
como poeta, quien en su novela Un sol sobre Managua (1998) ofrece una
aguda crónica de su propia generación, que entra en las aguas del
desencanto.
Por otro lado, están los cuentistas Nicasio
Urbina (1958), nacido en Buenos Aires, autor de El libro de las palabras
enajenadas (1991), y El ojo del cielo perdido (1999), de excelente
factura; Edwin Sánchez (1959), nacido en Jinotepe, autor de Sueño en
relieve (1998); Douglas Carcache (1960), nacido en Granada, autor de
Jueves de verano (1991), y El Designio (1994); Pedro Alfonso Morales
(1960), nacido en León, autor de León es hoy a mí (1999). Y Leonel
Delgado (1965), nacido en Jinotepe, que va en busca de un lenguaje
novedoso en Road Movie (1996).
La escasa actividad editorial del país, que
sumada a la ausencia de librerías y a la pobreza de las bibliotecas ha
caracterizado la desolación del panorama literario en cuanto a la
difusión de los autores, sufrió un cambio notable durante la década de
la revolución, cuando aparecieron varias casas editoras respaldadas por
el estado, la más importante de ellas la Editorial Nueva Nicaragua
(ENN). Esta institución consiguió lo largo de su existencia la
publicación de más de trescientos títulos, entre ellos las obras más
notables de los escritores nicaragüenses de las viejas y nuevas
generaciones.
Por otra parte, la Cruzada Nacional de
Alfabetización emprendida en 1980, vino a abrir una oportunidad nunca
antes contemplada en cuanto a la ampliación del mercado de lectores;
pero esta posibilidad se frustró ante la imposibilidad de convertir a
los recién alfabetizados en lectores sistemáticos, y el repunte
posterior de los índices de analfabetismo ha venido a confirmar esta
frustración.
EL TEATRO
Escenario casi desierto
Como puede verse, la gran aventura cultural de
nuestra historia ha sido la literatura, que ha dado sus más espléndidos
frutos en la poesía, otros relevantes en la narrativa, y casi ninguno,
por desgracia, en el teatro, como se ha señalado antes.
Frustrada la tradición que debió haber abierto El
Güegüense, a la par de otras formas de teatro callejero y religioso, el
escenario se queda prácticamente desolado en el siglo XIX, y sólo
algunas obras teatrales, muy esporádicas, pueden mostrarse en el siglo
XX. Entre ellas cabe mencionar el drama histórico en tres actos Los
Contreras, de Félix Medina, sobre la figura de los herederos de
Pedrarias Dávila; La chinfonía burguesa (1931), ya citada, escrita por
José Coronel Urtecho y Joaquín Pasos en el despunte del movimiento de
Vanguardia; Por los caminos van los campesinos (1937), de Pablo Antonio
Cuadra, donde el tema son las guerras civiles en las que se ha utilizado
como carne de cañón a los campesinos; La Novia de Tola (1939), de
Alberto Ordóñez Argüello, y La cruz de Ceniza (1946), de Hernán
Robleto.
Enrique Fernández Morales escribió tres piezas de
teatro histórico: El milagro de Granada (1956), sobre la aparición de
la imagen de la Virgen de Concepción en las aguas del Gran Lago; La niña
del río (1960), sobre la heroína Rafaela Herrera, quien defendió el
castillo de la Concepción en el río San Juan, del asedio de los
ingleses; y El vengador de la Concha, sobre la guerra contra los
filibusteros a mediados del siglo XIX. También escribió el monólogo
Judas (1970).
El único dramaturgo que presenta una obra
sostenida es Rolando Steiner (1936-1987), nacido y muerto en Managua;
autor, entre otras, de las piezas Judith (1957), Antígona en el infierno
(1958), y La pasión de Helena (1963); con temas, las dos últimas, del
teatro clásico griego. Luego escribió su Trilogía del matrimonio,
compuesta por Un drama corriente (1963), La Puerta (monólogo, 1966), y
La mujer deshabitada (1970); a las que habría que agregar, por su
temática, El tercer día (1965). Estas piezas contienen una aguda crítica
de los modos de vida burgueses, sobre todo el matrimonio. Más tarde,
La agonía del poeta (1977), sobre los últimos días de Rubén Darío, y La
noche de Wiwilí (1982), sobre la masacre de campesinos que siguió al
asesinato de Sandino. Otro dramaturgo es Alberto Icaza (1943), nacido
en León, autor de la pieza Asesinato frustrado (1970). También aparece
en este panorama Miguel de Jesús Blandón, con su pieza satírica El
nacatamal de oro (1982), celebrada en numerosas representaciones.
La ausencia de una dramaturgia nacional tiene que
ver, por supuesto, con la falta de la actividad teatral, que nunca ha
dejado ser, salvo en contados casos, más que el fruto del entusiasmo de
aficionados. Durante los años de la revolución esta actividad se
multiplicó con sentido popular, y se formaron grupos teatrales
campesinos, de barrio, en las fábricas, y aún en los cuarteles de
policía y del ejército; pero no se dio un salto hacia la escritura
dramática generalizada como hecho artístico, ni hacia el profesionalismo
en la actuación.
Managua 2002
Sergio Ramírez